Un puñado de nubes, 75

30-09-2011.

Muy cansado estaba Alfonso cuando volvió del casino. La disminuida dosis de cocaína que se había tomado antes de irse a jugar a la ruleta no había logrado apaciguar su estado de ansiedad y de fatiga. Llegó a preguntarse si la importante reducción de la dosis que le había impuesto el doctor chino no sería un desacierto. Por otra parte, no consideró oportuno ni necesario preguntarle al médico si, dada su edad, las frecuentes visitas a las «delicias asiáticas» de los jacuzzis, como las llamaba su amigo León, podían repercutir negativamente en su estado de ánimo o incluso en su salud. Pero Alfonso pensaba que eso de los jacuzzis era cuenta suya y que no tenía por qué contárselo al médico.

En realidad, lo que sentía era una especie de retraimiento vergonzoso que no había logrado superar desde que allá, en el colegio de Úbeda, el jesuita de turno le preguntaba en el confesionario si se había “tocado” y cuántas veces. No había conseguido sobreponerse a aquella sensación de culpabilidad que, como forma de control moral, practicaban los jesuitas con sus alumnos en el internado. Como también sintió algún reparo cuando le mintió a Maurice, al decirle que ya había abandonado la cocaína. Quería dar la imagen de alguien sereno y firme. «Porque ya sabes», le había dicho Maurice cuando se bebían la cuarta copa de güisqui, «que la mezcla con alcohol no es aconsejable». El caso es que, al entrar en la habitación del hotel, Alfonso se sentía muy debilitado, como vacío. Casi le dio lástima la imagen que de sí mismo le devolvía el espejo. «Ese soy yo ‑se dijo‑. Esa es la imagen corpórea de mi yo. ¡Qué estropeado y envejecido estoy!».

Aquella noche no pudo verdaderamente conciliar el sueño, porque no conseguía arrojar de su memoria aquella imagen lamentable de su cuerpo en el espejo, y porque le acosaba la idea de que tanto deterioro era signo manifiesto de que la pavesa podía apagarse de un momento a otro. En alguna de las pesadillas, vio a su cuerpo muerto, tendido boca arriba en la cama, y que al lado suyo había una figura blanquecina e imprecisa que lo miraba como con despecho. Como si le reprochara haber envejecido tan rápidamente y que, por su culpa, ella tenía que desaparecer. De pronto oyó una voz, que Alfonso reconoció como la suya y que decía:

«Yo no he hecho más que obedecerte. ¿Cuántas veces te he manifestado que llevabas una vida peligrosa e indigna y que las consecuencias de tus placeres y de tus errores podían verse representadas en mí, tu cuerpo? Mostrarte mis heridas, mis lacras y suturas ha sido mi manera de hablarte porque, además, no disponía de otra. Y déjate de creer en esa bobada de “los placeres del cuerpo”. Harto estaba de escuchar que yo era el cubo de la basura de los deseos y pasiones. Eso no es verdad: los caprichos, los deleites, los regocijos, la voluptuosidad, etc. etc., han sido tuyos y para ti; y has sido tú quien los deseaba, quien los buscaba y quien me obligaba a aceptarlos. Yo no he sido en la vida más que tu sumiso intermediario. Aunque también es cierto que, sin mí, nada de ello te hubiera sido posible. ¿O vas a ser tú como el jugador de tenis que rompe rabioso su raqueta contra el suelo porque un juego le ha salido mal? Yo he sido tu raqueta, tu instrumento, tu esclavo, pero el responsable del juego has sido tú. Yo no sé para cuánto tiempo estaba programado, porque desde que nací me he estado muriendo; pero es evidente que tú has contribuido de manera considerable en abreviarlo».

Cuando pareció que la figura blanquecina se disponía a responder, ésta desapareció de manera repentina y Alfonso se incorporó en la cama sudoroso. Se levantó, bebió un vaso de agua fresca y consultó el reloj: disponía de menos de una hora para asearse y bajar al restaurante a tomar el desayuno, porque a las diez terminaban el servicio. Mientras se estaba afeitando, Alfonso recordó estremecido la pesadilla y le vino entonces a la memoria el recuerdo de aquel debate medieval entre el alma y el cuerpo que una vez en el internado de Úbeda les leyó un jesuita durante unos ejercicios espirituales. Era un pequeño poema en el que el alma, en forma de niño desnudo, contempla su propio cuerpo ya cadáver, y no cesa de llorar y de echarle la culpa al cuerpo de que por sus pecados habían sido condenados los dos al infierno. «El miedo a la condenación eterna ‑pensó Alfonso‑: otra mentira como forma de control moral en el internado. Ahora, sin premio ni castigo tras la muerte, pienso exactamente lo contrario de lo que expone el debate medieval».

Cuando Alfonso llegó a tomar el desayuno, vio que el único cliente que estaba en la sala desayunando era Maurice.

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