28-09-2011.
León se sentía algo desorientado. No le gustaban los regresos. Necesitaba, al menos, un par de días o tres para volver a sentirse seguro en el espacio habitual. Alguna noche, cuando se levantaba para ir al baño, se equivocaba, creyéndose aún en el apartamento de la playa. Esa desorientación también la sentía en el alma. Su ánimo se resentía. Volver. Regresar. ¿Para qué? No podía evitar pasar tres o cuatro días de malhumor. Los cambios, las mudanzas…
Teresa, la hija de León, le había advertido:
—No te vayas a poner a hacer nada en la casa. He encontrado a una mujer ecuatoriana, de toda confianza, que en un par de días te la pone en orden, te hace una limpieza a fondo y te la deja como los chorros del oro.
—Así me entretengo —se excusó ante su hija, para no decirle que no le gustaba que una mujer nueva se ocupara de la limpieza—, poco a poco, sin prisa, y me obligo a tener actividad.
—¡Ni hablar! Más de dos meses cerrada la casa… Que no, que hay que hacer las cosas bien y tú… que por mucha maña que te des… no es lo mismo. Están las cortinas… ¿Desde cuándo no se lavan ni se planchan las cortinas del salón y los dormitorios? ¿Y el baño? ¿Y la cocina…? Anda, anda, no seas ridículo…
León se resignó y Tiberia Gracia Alvarado Cienfuegos estuvo puntual al día siguiente, a las nueve de la mañana.
—Su hija me ha dado las indicaciones —dijo, sin más, la señora de la limpieza—.
León la miró de arriba abajo. Venía con un uniforme verde quirófano que resguardaba su baja y regordeta figura, bien pronunciada de pechos.
Tiberia Gracia tenía unos ojuelos pequeños, negros y aindiados, pero vivaces y juguetones, y una hermosa dentadura blanca que resaltaba sobre su piel aceitunada.
—Hoy haré el baño y la cocina, para que usted pueda manejarse con comodidad —señaló con decidida naturalidad—. Y mañana me dedicaré a hacer las habitaciones, las lámparas, los cuadros y las cortinas.
Tanta desenvoltura y buena disposición agradaba e inquietaba por partes iguales a León. Pero se sentía incómodo en su propia casa con aquella mujer, trajinando de un lado a otro. Así que decidió salir.
No tenía por costumbre pasarse a esas horas por La Luna y pensó dirigirse a los jardines de la Buhaira. Aunque era principio de septiembre ya, el calor era aún intenso. No corría ni una pizca de aire. Se dirigió hacia la avenida. Los árboles, polvorientos, empezaban a perder hojas. El aire era espeso. El barrio tenía un ritmo lento, como si le pesaran aún los meses calurosos de julio y agosto. El sofoco de la mañana hacía sudar a León. Se sentía cansado. Le pesaba todo el cuerpo. Compró el periódico en el quiosco habitual, saludó maquinalmente a un par de conocidos y enfiló la acera sombreada que le llevaba al jardín. En un banco, bajo un olivo cuajado de fruto brillante, se sentó a repasar las noticias. El rumor de la fuente, la sombra, el olor vegetal del jardín y una ligera brisilla, lo reconfortaron. Maquinalmente, pasó las páginas del periódico. No puso interés alguno en la sección de economía. Desde que se jubiló en la Caja, no había vuelto a interesarse por esas noticias.
Cuando calculó que Tiberia Gracia, la ecuatoriana, podía tener ya mediada la limpieza, se levantó con la intención de pasarse antes por La Luna para saludar a Indalecio y tomarse una cerveza fresquita.
—¡Dichosos son los ojos, don León…! —fue el saludo ruidoso y exagerado que recibió de Indalecio—.
—¿Qué tal, Indalecio?
—Bien, bien, como un astronauta recién llegado a La Luna.
—¿Eso qué es: una adivinanza?
—No, la verdad. Hace tres días solo que he abierto.
—¿Que has cerrado La Luna?
—Los mercados financieros, don León. La tormenta bursátil que nos acongoja a los empresarios.
—¿Todo el verano ha cerrado?
—Solo agosto. ¿Y sabe qué?, pues que me ha servido para ahorrar y para conocer el mar.
León no salía de su asombro. Mientras hablaban, Indalecio le sirvió una cerveza de grifo, bien fría y bien tirada. Él se echó otra. Brindaron por el regreso y el tabernero le contó su excursión a la playa con Amalia y sus experiencias náuticas con todo lujo de detalles y picardía.
—Casi me ahogo. Gracias a Amalia, que fue mi socorrista.
—¿Viene por aquí?
—Vendrá, claro que vendrá. Hemos congeniado mucho.
—Me alegro.
Cuando regresó León a su casa, Tiberia Gracia daba los últimos repasos a los azulejos de la cocina.
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