Un puñado de nubes, 68

14-09-2011.

La última semana en la playa León tuvo un fuerte dolor en el pecho. No quiso asustar a su hija. «¡Ya se le pasaría!», pensó. Echó mano a la cafinitrina. Sin embargo, no podía dormir por las noches. Agazapado, aguardaba el ataque del dolor, de la opresión en el pecho. Cada respiración, cada punzada extraña, cada sonido raro en el interior de su cuerpo, cada crujir de huesos le parecían síntomas evidentes de algo grave. «Todo se va a acabar de un momento a otro».

Se levantaba el primero, casi de noche y nada más amanecer salía a caminar por la playa. El aire del mar lo aliviaba. La humedad le refrescaba el rostro. Pocos paseantes a horas tan tempranas. Algún viejo con su perro, dos o tres pescadores de caña, la misma chica con el caballo tordo de largas crines y abundante cola, la que parecía un anuncio televisivo de un coñac, y algunos mariscadores de los que recogían navajas o cangrejos. El mar a esa hora tan temprana, si la marea era alta, tenía color celeste pálido, de un tono lechoso. Si la marea estaba baja, el lodo feo y maloliente, se adivinaba por el cambio de color de la arena. El agua entonces parecía turbia.

 

Andaba hasta el castillo del Espíritu Santo, doblaba el pequeño promontorio rocoso y continuaba por el arenal descuidado. Allí si se sentía solo de verdad. Y hablaba con su cuerpo. O al revés, escuchaba lo que su cuerpo le decía.

—Estoy cansado ya de soportarte, viejo estúpido. El corazón se agrieta, la jodida próstata va a empezar ya a darte por culo, vas a mear cada dos por tres. Y ten cuidado. Yo huelo ya. Ya me entiendes. Las fuerzas no son las mismas. ¿Para qué coño quieres tener un cuerpo como el mío? Y olvídate de las chorradas del alma. Es un cuento chino, un engaño de las religiones. No hay nada más que materia, y la mía comienza a descomponerse.

León se detenía a veces y miraba el horizonte, la inmensidad del mar, que en aquella zona era mar abierto. Su hija Teresa estaba ajena a todo lo que le sucedía y pensaba. Y su nieto mayor, más aún. Debía evitarle preocupaciones. En alguna ocasión le respondía a su propio cuerpo:

—Aguanta un poco más: me gustaría ver crecer a mis nietos.

—Viejo sentimental y chocho, todo es materia: los sentimientos son defectos del ser. Yo me estoy deteriorando poco a poco, pero sin pausa. ¿Acaso aguardas la decrepitud? No esperes nada, después de que yo decida terminar mi ciclo, el vacío…

—¿A qué horas te has levantado hoy que no te he sentido salir? —le preguntó uno de los días su hija—.

—Ya sabes que los viejos no dormimos ya.

—Una cosa es dormir poco y otra es abrir la playa. Tu nieto mayor me ha dicho que estás triste.

—Cosa de chiquillos…
—Tú sabes que te adora, que como su abuelo…

—Él tiene que vivir como un niño. Quizás está muy apegado a mí.

—¿Y te molesta?
—¡Qué me va a molestar, ni qué demonios!

—¿Por qué no te lo llevas contigo una de estas mañanas?

—Me voy muy temprano.
—Pregúntaselo a él.
—Lo haré. Descuida.

Teresa le preparó una taza de café y unas tostadas con aceite.

—Tendrás hambre después de la caminata.
—No creas.

León dejó de cumplir la promesa que le hizo a su hija y no llevó a su nieto mayor con él a pasear por la playa. Teresa, sin embargo, observaba a su padre y pensaba: «No se encuentra bien. Algo le pasa. No es solo la edad. Ojalá no se venga abajo. Quizás le hubiera convenido arreglarse con la mujer que conoció en el programa de Canal Sur. Tal vez esa relación hubiera funcionado».

De regreso, en el coche, los niños alborotaban demasiado. Uno molestaba al otro y éste le respondía con empujones o palabrotas. León miraba la carretera sin pensar en nada.

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