Recostado en una chaise-longue de la terraza-bar del hotel Schatzalp de Davos, Alfonso contemplaba los macizos del Jakobshorn y del Brämabüel. El panorama era realmente espectacular. Trescientos metros más debajo de la terraza se extendía Davos, la ciudad del cantón de los Grisones, en donde se celebraban los encuentros internacionales financieros y políticos más importantes del mundo.
Cuando León le dijo en Sevilla que se fuera a Suiza «a pasar el verano y allí te desintoxicas y recuperas un poco tus fuerzas», Alfonso no lo pensó dos veces. Al día siguiente compró el billete y una semana después volaba al aeropuerto de Zurich. Lejos del tumulto turístico del Mediterráneo y de la canícula andaluza, Suiza ‑y en particular la región de Davos‑ era, en verano, el lugar apropiado para pasar unas vacaciones tranquilas y disfrutar de una temperatura que raramente superaba los veinticinco grados. Por otra parte, Alfonso tenía ganas de volver al país en donde había pasado la mayor parte de su vida, «más años incluso que en España y tantos, se dijo, que me han servido para obtener la nacionalidad suiza». Además, en su determinación de abandonar la adición a la cocaína, se había informado de que un famoso doctor chino, especializado en terapias psicosomáticas, había instalado recientemente en Davos una clínica de acupuntura.
Como guardaba un buen recuerdo de la lectura de La montaña mágica de Thomas Mann, Alfonso deseó alojarse en el mismo hotel que el escritor alemán, allá por los años 20 del siglo pasado. Inaugurado en 1900, el edificio fue, en tiempos de Mann, el famoso Sanatorio Internacional de Bergdorf, a donde acudía la acaudalada burguesía europea, aquejada de tuberculosis pulmonar. Ahora, el hotel lucía el atractivo nombre de Schatzalp, algo así como ‘el tesoro alpestre’. Alfonso reservó, por internet, una habitación céntrica del quinto piso, justo debajo de la gran terraza-bar situada en la parte alta del hotel.
Cuando se bajó en la estación de Davosplatz, Alfonso se empeñó en recorrer a pie el mismo itinerario que hizo Thomas Mann hasta llegar al telesférico, hoy renovado y propiedad del hotel, que asciende al Schatzalp. Cuatro minutos después, Alfonso entraba en el lujoso edificio situado a trescientos metros de altura y que sorprendentemente había conservado toda su arquitectura y tradición de la Belle Epoque.
Como todo el hotel estaba orientado hacia el Sur, la habitación de Alfonso, además de amplia, cómoda y con servicio de internet, era luminosa y disponía de una hermosa terraza desde la que se divisaba todo Davos y, sobre él, las cumbres del Jakobshorn y del Brämabüel.
De las diversas instalaciones que el hotel ponía a disposición de sus adinerados clientes, las preferidas por Alfonso eran la gran piscina interna, las salas de sauna y un casino en donde matar el tiempo y gastar unos francos suizos. Y, naturalmente, la gran terraza-bar, en la que al atardecer se reunía buena parte de la clientela para tomar exquisitos aperitivos, antes de bajar a uno de los tres restaurantes, en donde se servían diferentes menús temáticos en función de las nacionalidades. Una terraza en la que se podían oír conversaciones en todas las lenguas, proferidas por personas pretendidamente distinguidas y opulentas, procedentes de mundos y mundillos adinerados, y que parecían pasar desapercibidas, porque nadie reparaba en nadie. Y daba igual que de pronto te dijeras «pero si es el tenista…, si es el director de…, si es la actriz…, si es la cantante…, si esa cara la he visto en la tele, en tal periódico o en tal película…». Nadie parecía fijarse en nadie, aunque naturalmente todos sabían quién era quién. Era la norma del savoir-vivre que todos los clientes del Schatzalp respetaban tácitamente.