Un puñado de nubes, 64

05-09-2011.

Los primeros días en la playa, mientras esperaba la llegada de su hija, León se sentía raro. Como si le faltara algo. Habían sido meses de mucha intensidad. Inimaginable un año atrás. El anuncio de la llegada de su amigo Alfonso; la búsqueda de una vivienda adecuada a sus deseos; el propio reencuentro con su antiguo compañero de internado que hizo revivir momentos de la infancia y la adolescencia, siempre entrañables y recónditos; la aparición de Amalia y el sobresalto emocional que supusieron sus encuentros; la increíble aventura de Rosalva; la intervención de su hijo…

La verdad era que León había vivido más en esos meses que en varios años anteriores. Al menos, a un ritmo más acelerado y con cierto aire novelesco. A su edad, impensable. La tranquilidad de los primeros días de playa le permitió reflexionar sobre varias cosas. Sobre todo en los atardeceres frente al mar, o en los paseos matutinos. Una de ellas fue sobre la amistad renacida. Alfonso estaba allí, de nuevo. Como una aparición. Bueno, no allí, estaría en Davos, entre saunas, masajes y acupunturas; pero él sabía lo que quería decir cuando decía «estaba allí». Toda una etapa de su vida había cobrado de nuevo vida. Alfonso venía de decirle: «Tú, León, ¿ya no te acuerdas de esto y de lo otro…?».

Alfonso era bien distinto a él. León nunca se lo había imaginado, por ejemplo, desnudo, echado boca abajo en una camilla de masajes tailandeses, mientras las manos de una chica experta, embadurnadas de aceites, se deslizaban desde los talones a la nuca, magreándole las nalgas, los muslos, los costados, los hombros. Un cuerpo ya viejo y algo fofo. ¿Se “empalmaría”? Ese “deleite oriental”, como decía Alfonso, le parecía a León una guarrada de refinamiento. Tampoco se lo hacía apareciendo por un puticlub de postín para que una jovencita como Rosalva le hiciera una felación.

Y luego estaba esa adición a la coca… León recordó la primera vez que se fumó un canuto. Fue recién salido del internado, cuando anduvo por Madrid. Estuvo vomitando dos días seguidos. Total, para tener unos momentos de risa tonta, con la barbilla caída, los ojos brillantes y una euforia lela que le dejó la cabeza abombada por un tiempo. Los vicios de Alfonso eran de “ricos”. Él se permitía tener “placeres” de “pudiente”. A León le parecía que Alfonso, en esa búsqueda continua de más intensidad placentera, estaba experimentando una huida hacia adelante. Deseaba un fin rápido. Buscaba la muerte, la muerte en la intensidad del placer.

Estos pensamientos los contraponía a su propia existencia: anodina, simplona. Nada excitante le había ocurrido. Toda la vida procurando ascender en el banco, encontrar una situación más acomodada, sin estrecheces económicas. Total, para nada. Para que de pronto apareciera una tal Amalia, una viuda de esas que van por Canal Sur buscando otro viejo para pasar unos momentos cachondos, un quiero y no puedo con ridículos arrumacos y besos de labios cuarteados y dentaduras postizas. Pero por Amalia, pensaba, sintió algo especial. Quizás porque esa mujer tenía el mismo nombre que su esposa difunta. Nadie resucita, pensó, más de una vez. ¡Nadie! La muerte es la única verdad que no necesita demostración.

Aquellos días primeros de playa, sin embargo, León echó de menos a Alfonso. Se había acostumbrado a él. Era su antítesis, su propia imagen en la otra cara del espejo. Tal vez lo que a él le hubiera gustado llegar a ser. Aun así, como habían quedado, durante el verano no se pondrían en contacto el uno con el otro. Ni una sola llamada al móvil, ni una postal.

La llegada de su hija y los nietos ayudó a olvidarse de Alfonso y a entregarse de lleno a ellos.

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