Un puñado de nubes, 26

30-03-2011.

Como si fuera a una cita ansiada, la joven rubia cruzó con avidez los pocos metros de césped que separaban la verja de hierro forjado de la bruñida puerta de madera de roble. Apoyó sobre ella la palma de la mano y la empujó levemente. La alfombra de un pasillo inundado de luz se abrió a sus ojos. Al fondo del corredor, de pie y cubierto solo con un albornoz, estaba sonriente don Alfonso. Se le veían las peludas piernas desnudas y los pies enfundados en unos escarpines.

—Eres muy puntual, Aymara —le dijo con voz amable—. Adelante: estás en tu casa.

La llamaban Aymara, pero su verdadero era nombre era Rosalva. Llegó a España cuando tenía 18 años, pensando que trabajaría como empleada doméstica en casa de una familia madrileña de alto nivel económico. Al llegar a Barajas, la mujer que le había pagado el billete y procurado el ficticio contrato la puso en manos de un señor muy bien vestido y con el pelo golosamente engominado. Decía llamarse Luciano y se ofreció a llevarla en su coche a casa de la familia, pero la metió en un hotel-cabaré de las afueras de Madrid. Como única respuesta a sus tímidos interrogantes, Luciano la encerró a empujones y patadas en una habitación.

Unos minutos después, volvió con otro hombre y le dijeron que se desnudara. Como se negó a hacerlo, un vendaval de bofetadas y encendidos cintarazos cayeron sobre su cuerpo. La ataron de pies y manos a los barrotes de la cama y le sellaron la boca con una cinta adhesiva que hacinaba en su cegada garganta un torbellino de clamores y alaridos. Cuando terminaron de hacer lo que quisieron con su cuerpo, se sentaron al filo de la cama y encendieron un cigarrillo. «Con esta tenemos para rato», afirmaron, al tiempo que apagaban la colilla en la pelvis de ella. Un berrido se escapó de sus entrañas y ellos se fueron dando un portazo. En un arrebato de locura, intentó liberarse agitando su cuerpo con más rabia que fuerza. Pero el suplicio de muñecas y tobillos le quemaban la sangre y un reguero de sal recorría su garganta.

No pudo saber cuántas veces se abrió la puerta ni cuántas volvió a repetirse el incendio de violencias, ultrajes y humillaciones. Tuvieron incluso que acudir a la droga para doblegar aquella firmeza que se manifestaba mediante clamores, sacudidas y espasmos. Medio alocada y terriblemente dolorida, apenas percibía el paso del tiempo. Cuando supieron que ya no tenía fuerzas para gritar, ni energía para defenderse, le arrancaron la cinta de la boca y desligaron las ataduras de los barrotes. Aun así, cuando ya se iba hundiendo en el abismo de la inconsciencia, pudo percibir en su boca la repulsiva sensación de un ahogo carnoso.

Las acciones se prosiguieron durante semanas hasta que se le fue difuminando el sentimiento de dignidad y la conciencia de autoestima; y su voluntad empezó a deambular por territorios inciertos. Fue entonces cuando la condujeron al salón de la señora Taylor, una inglesa pelirroja y fofa, de manos tibias y perfumadas para que le enseñara el arte de la felación, al que Aymara parecía predestinada por la configuración pulposa y fresca de sus labios. Una semana después, Aymara fue vendida a Nicola Corleone, el capo que regentaba un selectísimo cabaré sevillano y que por esas fechas buscaba a una experta en aquella especialidad. El precio que pagó Nicola no dejó descontento a Luciano.

En el portal del jacuzzi del puticlub, un letrero anunciaba los atributos y bondades de Aymara: «Joven, rubia, ojos verdes, labios carnosos, dulce y amable, obsequiosa y especialista en felación». Y fueron esos atributos los que hicieron que Alfonso se decidiera a entrar en ese jacuzzi. Hasta entonces, solía solazarse en el de la japonesa Mitsuko. No se dijeron ni una palabra. Cuando Aymara desnudó a Alfonso, le impresionó ver que estaba muy bien equipado para la vida. Cuando Aymara terminó su trabajo, quedó Alfonso tan satisfecho que inmediatamente habló con el capo Nicola y negoció el precio de la visita de Aymara a su chalé dos veces por semana, durante dos horas. Nicola se percató de cómo le brillaban los ojos a don Alfonso. El precio fue también deslumbrante. «Pero qué importa ‑se dijo Alfonso‑: he vuelto a ver los ojos de mi niña de Úbeda. Y voy a liberarlos».

—Yo te diré, Aymara, el taxi que debes coger esta noche para ir al chalé de don Alfonso. Por si acaso te entra un ansia de libertad, Paolo te acompañará y Paolo irá a recogerte dos horas más tarde. Recuerda que deberás tocar el timbre cuatro veces. Es la contraseña. Y recuerda, sobre todo, que el señor Alfonso se quede complacido. Hay pocos clientes como él.

Mientras tanto, Alfonso había llegado rápidamente a su casa, tras la teatrera reyerta con León en el Jacaranda. La absorción de la dosis de cocaína le había devuelto la serenidad y lucidez que necesitaba. Sabía que pronto llegaría Aymara. Tenía el tiempo justo para ducharse. Cuando se cubría con el albornoz, oyó sonar el timbre de la verja cuatro veces. Eran las diez. De pie, en la boca del salón, accionó el mando a distancia y pocos segundos después la puerta de entrada a la casa se abría lentamente. Apareció Aymara. Vestida y maquillada, parecía haber trocado su hermosura natural por una belleza elocuente, aliñada, que le diluía su encanto juvenil.

—Eres muy puntual, Aymara —le dijo con voz amable—. Adelante: estás en tu casa.

Vio que colocaba su bolso y su chaquetilla en el vestíbulo, y observó el contoneo de su delicada figura cuando se acercaba. Luego, se puso frente a él y alzó despacio las manos como para despojarlo del albornoz.

—Dios mío, esos ojos —pensó Alfonso. Y asiendo al vuelo las suaves manos de Aymara, le dijo—: espera, Aymara. Siéntate por favor ahí en el canapé, que tenemos que hablar.

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