—Te encuentro más nervioso que otros días, papá. ¿Se puede saber qué te traes entre manos? —peguntaba Teresa preocupada—.
—No es importante. Ayer estuve con Alfonso tomando unas cervecillas y charlando un buen rato. Como no sea eso…
—Es que cada día que pasa tengo la sensación de que estás más triste, como más ausente.
—No te figures lo que no es. Aparte de echar de menos a tu madre, no hay otros problemas. Tengo mi casa, dinero suficiente para cubrir mis necesidades y darme algunos caprichos. Tengo dos hijos maravillosos… Por cierto, ¿qué sabes de tu hermano? Hace más de un mes que no me ha llamado.
—Papá, ya sabes cómo son los jóvenes de hoy. Van a lo suyo. Tu hijo está estudiando mucho para intentar seguir tus pasos; pero también está en la edad de salir con los amigos y conocer gente. Se parece bastante a ti. ¿O ya no te acuerdas cómo eras tú con veinte años?
—Claro que me acuerdo. Anoche precisamente, como no podía dormir, estuve pensando en aquellos últimos tiempos de universidad, en la boda con tu madre, en el traslado a Sevilla. Recuerdo los primeros días de trabajo en la caja de ahorros…
De vez en cuando iba al piso a darle una vuelta y arreglarle la cocina, limpiar más a fondo o plancharle la ropa. Aquella tarde tenía tiempo para dedicárselo a su padre y lo hacía encantada. Teresa, como buena hija que conocía a su padre, fingió estar interesada por aquellos temas.
—Cuéntame qué pasó en la Facultad. ¿Por qué os casasteis tan jóvenes?
León, haciendo como que quería evitar hablar de ello –cuando estaba deseando–, le contaba con cierto aire de tristeza y lejanía:
—La guerra que tuvimos duró exactamente treinta y nueve años. ¿Sabes?
—¡No me irás a contar tus batallitas! Sé que el país vivió tres años horrorosos de luchas entre hermanos y que el hambre y la miseria dominaban la situación. Pero eso ya terminó.
—Sí, cuando vinieron aires nuevos de libertad, precisamente un año antes de nacer tú. Escucha, porque esto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a tu madre.
—Te preparo un café y me lo cuentas —dijo Teresa, ahora realmente interesada—.
—A tu madre y a mí nos faltaba tiempo para estar juntos, cuando estudiábamos en Granada. Nos enamoramos como aquellos locos amantes de Teruel. El caso es que, “por un mal sacar” —ya me entiendes—, tu madre se quedó embarazada. En aquellos tiempos no existían ni preservativos, ni había divorcio ni aborto. Por otro lado, mis padres tenían sus ideas rígidas tradicionales. Nos imaginamos lo que pensarían y el daño que les podíamos hacer. Así que decidimos casarnos “de penalti”, como se decía antiguamente, y guardando el secreto. Nos plantamos en el pueblo y tu madre ‑que tenía una imaginación adorable y un poder de seducción y convencimiento fuera de serie‑ les dijo que queríamos empezar una nueva vida y formar nuestra propia familia y que queríamos casarnos como Dios manda. Todo fue alegría, aunque no les gustó que fuera tan precipitado. Nos casamos al mes, el sábado 25 de julio, día de Santiago, en la ermita de la Virgen de Fátima. También estabas tú presente, aunque sólo lo sabíamos nosotros tres.