La belleza siempre persiste en el recuerdo, (Versión II)

17-03-2011.
Hace tres días, al consultar el correo, encontré un e‑mail. Al leerlo, me dio un vuelco el corazón. Decía así:
Querido y buen amigo:

Regalar recuerdos puede ser triste, pero también hermoso. Muchas gracias por traer a mi memoria unos antiguos versos: Aunque mis ojos ya no puedan ver ese destello que me deslumbraba. Aunque nada le pueda devolver su esplendor a la hierba y la gloria a las flores, no debemos afligirnos. La belleza siempre permanece en el recuerdo. ¡Cómo me gustaría volver a verte! Envíame tu teléfono móvil. Te llamaré. Un abrazo: Roser.

El pueblo es pequeño y marinero, con calles estrechas y empinadas. Tiene una iglesia de piedra, callada y poderosa y una estación con su paso a nivel abierto al mar. La tarde es limpia, de una apacible y cordial serenidad. El mar está quieto. Ni un salto ni un temblor. Me dirijo al Paseo. Ni un alma. Sigo adelante contemplando el paisaje. En una cala, al abrigo de las rocas, sentada en la arena, adivino la silueta de una mujer. La observo detenidamente. Sus ojos claros y profundos brillan muy hermosos en el azul de la tarde. Me estremezco al mirarla. Un perrillo juguetón viene a examinarme, con cierta desconfianza:

—¡Roser!

—No tengas miedo. Sólo busca una caricia, como todo el mundo.

Nos abrazamos con pena y abandono. Un abrazo triste, de angustia y soledad. Han pasado más de treinta años. Aquella chica modosita y sencilla es una interesante y atractiva mujer.

—¡Qué bien bailabas!

—¡No me hagas reír! —y baja la cabeza con cierta timidez. El perro, más tranquilo, se echa a nuestro lado, escarbando en la arena, serio y juicioso—.

—¿Has vuelto a tener noticias suyas? —me mira a los ojos y contesta muy seria—.

—Tenía ganas de hablar contigo. Por eso te llamé. La verdadera historia no es la que tú cuentas. Nuestro romance fue de esos que hacían llorar a las porteras —se echa a reír y empieza a contarme con prodigiosa fidelidad—.

«Todos los años, al llegar el buen tiempo, veníamos a pasar las vacaciones a casa del abuelo. Mi padre se quedaba en Barcelona, trabajando. Algunas tardes, cogía el tren para pasar la noche con nosotros y al día siguiente regresaba a Barcelona, también en tren. Decía que vivir cerca de la estación no tenía precio. Yo me pasaba el día nadando, tomando el sol y coqueteando, como una princesita, con los amigos de mis hermanos. En la Fiesta Mayor, la orquesta del Ayuntamiento actuaba aquí, en el Paseo. Los músicos lucían chaquetas de colores e interpretaban “Modernas melodías, para deleite de jóvenes y mayores” -eso decían los prospectos de la propaganda-. Era el baile de los jóvenes, los veraneantes, las criadas y la media docena de borrachines que nunca faltan en las fiestas de ningún pueblo. Delante de la estación, se ubicaba el Gran Envelat para un público selecto y distinguido, con mesa reservada y consumición incluida en el precio. Allí iban mis padres, las autoridades y las familias importantes de Barcelona. Finalmente estaba “El Paraíso”, una boîte, junto a la estación, para los incondicionales del “Seat 600” y el “ligoteo” con extranjeras. Hoy, siguiendo nuevas iniciativas empresariales, la boîte se ha convertido en una pizzería para “guiris” con un famoso eslogan: “Grandes raciones a precios pequeños”.

Allí le conocí. Me acompañaba mi amiga Elena, joven y sin experiencia, igual que yo. Noté que me miraba fijamente. Me sentí halagada y salí a la pista dispuesta a llamar su atención. Cerré los ojos, apreté los labios y me dejé llevar por la música y el entusiasmo. Nunca había bailado una rumba con tanto arrebato, con tanto ardor. Me ardían las mejillas. Le noté a mi lado, bailando con su aire varonil, tierno y cariñoso. Seguí bailando cada vez con más fe. Los extranjeros se volvían locos al ver aquello. Nos dejaron solos en la pista, aplaudiendo y animándonos a seguir. ¡Qué grande es el baile! Luego salimos a la calle y vinimos hasta esta pequeña cala, en donde estamos. Nos sentamos muy cerca uno del otro y, en voz muy baja, me dijo cosas inolvidables.

En septiembre regresamos a Barcelona. Poca gente habrá vivido con tanta intensidad, como nosotros, la magia de la noche barcelonesa. Nos conocían en todas partes: Los Tarantos, La Macarena, Los Jardines Granada y el antro del que hablas en tu escrito, el tablao del Arco del Teatro. En aquel ambiente de chulos, quinquis, polis corruptos, “dedos largos”, trileros, golfos y “revienta pisos”, Enrique se movía como pez en el agua, sonriendo y saludando a todo el mundo. Precisamente allí nos presentaron al comisario Romero, un poli serio y mal encarado que se acercó con disimulo y me dijo al oído: “Guapa: Ten cuidado con el bailarín”. Me dejó sin sangre en las venas.

Yo no tengo nada contra los andaluces, ni contra los extremeños, o los gallegos. Cada uno viene al mundo donde a Dios se le ocurre. Pero no me digas que no se ponía pesado, despotricando contra los nacionalistas. Aquellos chistes no tenían ninguna gracia. Hoy me pregunto cómo una persona de su edad podía ser tan insensata. Con qué pasión hablaba del Partido Socialista de Andalucía, mientras repartía pegatinas y banderitas. Yo veía que iba de mal en peor. No tenía un céntimo. Nadie le pagaba los arreglos que hacía; y yo no me atrevía a decir nada, porque se ponía violento en ocasiones. Más de una vez, me fui a la cama llorando, preguntándome cómo acabaría aquella situación.

Una noche, después de pasar horas y horas bailando y bebiendo, me debió ver tan triste, que empezó a hablarme de lo felices que seríamos si nos fuéramos juntos a Andalucía. Decía que allí la vida era más barata, que buscaría trabajo, alquilaríamos una casita en el campo y nos casaríamos. ¡Qué apuros me hacía pasar, cuando desvariaba de aquella manera! Al día siguiente parecía otro. Nunca lo había visto tan contento. Tenía en la mano un aviso de certificado y me pidió que fuéramos juntos a recogerlo. Como yo soy así, llegué a pensar que quizás estaba equivocada, que algún día se acabaría aquella mala racha. Al fin y al cabo, los reyes de la noche, no fracasan ‑eso decía, el infeliz‑.

Llegamos a la oficina de Correos, esperamos a que atendieran a las tres personas que estaban delante de nosotros, entregó el resguardo, firmó el recibo, cogió el paquete, me besó y salimos a la calle. Sonreía, feliz y satisfecho. De pronto, como una aparición, bajó de un coche serio y terrible el comisario Romero.

—Quedas detenido, bailarín. ¡Dame ese paquete!

No se movió. Yo me quedé helada y rompí a llorar, como una niña. El policía, viendo que algunos transeúntes se paraban a mirarnos, dijo algo que sonó como una orden:

—Guapa, no te asustes. Esto no va contigo. Márchate.

Lo vi muy triste, mirándome desde el interior, mientras el coche se alejaba haciendo sonar la sirena. ¡Pobre Enrique! Desde aquel día, no he vuelto a saber nada de él».

Es tarde. Se han encendido las luces del Paseo. A ras de espuma, tienden sus alas una pareja de gaviotas marineras. A lo lejos, como luceros de la tarde, tiemblan los farolillos de unas barcas de pescadores. Todo parece un sueño, una fantasía. Miro a Roser con ternura infinita.

—Tengo que irme.

—Lo sé; te acompaño.

El perro levanta la cabecita, como asegurándose de que ha entendido correctamente, y echa a correr hacia al paseo, persiguiendo a unas palomas.

Chirriaron los frenos, el tren se detuvo y el andén se llenó de viajeros, con aspecto cansado. Nos miramos sin decir nada. Cogí sus manos y sentí un temblor desconocido; una fría emoción en aquellos dedos largos y delicados. Subí al tren. Nadie que no haya conocido la fuerza del amor podrá comprender la infinita tristeza de aquellos ojos, claros y profundos, cuando me dijo adiós.

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