Un puñado de nubes, 19

14-03-2011.

Tan pronto como abandonó La Luna, León se arrepintió de haber arrojado al paragüero el ramo de claveles rojos. La verdad es que le habían costado unos pocos de euros y no estaba la cosa como para andar tirándolos por ahí de mala manera, por un arrebato de celos. Le dijo la chica de la floristería que eran frescos, de aquella misma mañana, que se lo habían traído directamente de los viveros de Chipiona.

—¿Sabe usted dónde está Chipiona? —le preguntó como si él fuera un ignorante—.

—Sí, hija, claro que sé dónde está Chipiona: está en la Cochibamba. ¿Sabes por dónde cae la Cochibamba? —le respondió con cierto humor—.

—¡Qué cosas tiene usted…! —resolvió la chica—.

León se sentía incómodo por todo: por las flores desperdiciadas, por la conversación que mantuvo con Indalecio, por su tardanza, porque Alfonso le hubiese jugado aquella mala pasada y por el viento que le azotaba el rostro. Dudó unos momentos antes de decidirse hacia dónde dirigir sus pasos. ¿Qué treta había utilizado Alfonso para irse con Amalia? ¿Iba ella confundida? ¿Lo habría suplantado su amigo? Embebido en sus cavilaciones, intentó cruzar la calle, sin respetar el semáforo, y el claxon de un coche lo sobresaltó. El conductor, desde dentro, debió soltarle un buen insulto por la expresión de su cara y el gesto agresivo con una de las manos.

 

—¡A tomar por culo! —gritó León al maletero del coche, desahogándose—.

Podía elegir entre varios lugares. En una de las cuatro esquinas de la Gran Plaza, resguardado bajo la marquesina del quiosco de prensa que ya había cerrado, pensó: «¿Adónde podría llevar Alfonso a una mujer a esa hora? ¿A su casa? Por supuesto que no: a su casa sería lo último. ¿A la cafetería de uno de los hoteles próximos y así, si llegaba el caso, tenerla a tiro de habitación discreta?». Conociendo a Alfonso como lo conocía, se le hacía extraño pensar que acabara con una mujer en la cama a las primeras de cambio. «Lo más seguro es que estén por aquí cerca. Quizás pretenda “jugar” al escondite conmigo. Quizás quiera proponerme una charada. ¿Con ella también?».

Aquellos pensamientos bullían en su cabeza y se cruzaban a una velocidad endiablada. De pronto se encontró delante de la gran cristalera de la cafetería Jacaranda. Allí suelen ir las señoras acomodadas de los pisos de la avenida Eduardo Dato. Es más caro el café y no tan bueno como el que tira Indalecio en La Luna. Eso sí, en Jacaranda sirven señoritas uniformadas y hay espejos biselados en las paredes y una decoración que recuerda vagamente a una cafetería vienesa, y unos jarroncitos en las mesas con florecillas naturales. Además, sirven “selecta repostería propia”: milhojas de canela, tetitas de novicia, suspiros de monja, sultanas de coco, palos de nata, tirabuzón de cabello de ángel o tartaleta de guindas al licor. Recuerda que los jueves ofrecían Sacher Torte. Alguna vez han entrado allí León y su hija, que es golosa y dulcera como su madre. A la mujer de León le gustaba aquella cafetería por la tarta austriaca y porque era «la más elegante que hay por aquí, la que tiene cierto empaque, ¿a ti no te da cosa, León, entrar en ese bar tan cutre de La Luna? Tú tienes ya una posición, te conocen tus clientes… ¿Acaso no nos podemos permitir tomarnos un café y un dulce en Jacaranda?», le decía.

La verdad es que León no entraba en esa cafetería desde hacía ya meses. Y estuvo precisamente con su hija, una de las veces que fue a verlo a su casa, y con sus nietos. Los niños enredaron, como siempre y se tiraron encima el vaso de Cola Cao. «A estos niños no se los puede llevar a ningún sitio. No sé qué voy a hacer con ellos», se quejaba su hija. Y León les guiñaba un ojo a los niños y ellos se reían. «El abuelo nos ha guiñado un ojo, mamá». «Eso, lo único que hace falta: que el abuelo sea peor que los nietos», refunfuñaba ella.

Allí estaban los dos: Amalia y Alfonso. León respiró hondo, recogió el paraguas, se ajustó nerviosamente el nudo de la corbata roja -nueva-, se alisó un poco el pelo y entró.

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