Un puñado de nubes, 14

02-03-2011.
A la mujer que decía llamarse Amalia y que con aire sonriente le daba la mano, Alfonso, el malhumorado y misógino Alfonso, estuvo a punto de responderle secamente que él no se llamaba León, que cometía un error, que se fuera a tomar viento y que si lo que estaba buscando era que la invitara a café, «Ahí tiene usted un par de euros, tómeselo donde quiera, pero déjeme tranquilo».
Liberado de la sorpresa inicial, Alfonso comprendió enseguida que aquella mujer menuda y bien peinada lo había tomado por su amigo Leo. Mecánicamente le alargó la mano diciendo «Hola, Amalia, buenas tardes», y un barullo de pensamientos se le agolpó en el cerebro mientras que la tal Amalia se desembarazaba del abrigo y lo dejaba sobre el respaldar de la silla, algo extrañada de que él no la ayudara.
«¿Por qué Leo ‑pensaba Alfonso‑ no me ha dicho que tenía una cita?; ¿qué había detrás de todo aquello?; ¿qué le estaba escondiendo a él, su mejor amigo?; ¿y qué estará buscando esta pelandusca?».

De súbito, como extraviado por los laberintos de la memoria, a Alfonso le emergió del alma, con la fuerza de una erupción subterránea, el rencoroso recuerdo de dos adolescentes enlazados por la cintura bajo la espesa yedra de la iglesia de San Lorenzo. «¡Pues ahora me toca a mí!» –se dijo–, y decidió: «Pero, por el momento, sigamos la corriente».
Pensando que de un instante a otro podía llegar Leo, Alfonso tomó por el brazo a Amalia y la empujó suavemente hacia la salida, diciéndole: «Este bar está tan oscuro que parece un tenebroso túnel. Vámonos de este tugurio»; y, mientras le ayudaba a ponerse el abrigo, añadió: «Acompáñame un momento a la tienda de Movistar de aquí al lado, y luego tomamos café y charlamos en el Jacaranda, que está a unos metros». Amalia, un poco aturdida y confusa, se dejaba guiar por los gestos dominantes del presunto León. Notó que su voz no tenía la reposada dulzura de cuando hablaron por teléfono en el programa de Canal Sur.
Cuando salían a la calle, Indalecio, el camarero, se quedó mirándolos, sorprendido de que don Alfonso estuviera con una mujer, que se fuera sin despedirse y sin esperar, como le había dicho, a su amigo don León.
Debido a la llovizna y al indomable viento, la tarde seguía tan desapacible. Alfonso abrió el paraguas y sintió como una tenue descarga eléctrica cuando Amalia se cobijó tan cercana a él que le rozó el brazo con su pecho. Un perfume de Aire de Lowe le azoró los sentidos y notó que el pelo de Amalia, zarandeado por el viento, le cosquilleaba la mejilla. Avanzaban al mismo paso, al mismo ritmo, como si lo hubiesen estado ensayando eternamente. Esquivaron un revuelo de hojas asustadas, con idéntico movimiento de cabeza y con igual gesto protector de las manos. Sus miradas se cruzaron en un esbozo de sonrisa.
En la tienda de Movistar estuvieron más tiempo del que hubiera deseado Amalia y menos del que hubiese apetecido Alfonso porque, en realidad, él no sabía qué tipo de conversación entablar con aquella desconocida.
Entraron en el Jacaranda y el nuevo móvil de Alfonso se convirtió en el centro de curiosidad, mientras se cruzaban preguntas y respuestas. A ella le sorprendió que Alfonso estuviera soltero y se asombró de las peripecias de su vida como alto directivo de la internacional Nestlé. A nada de eso aludieron ‑pensó Amalia‑, cuando se hablaron por teléfono el día del programa de Canal Sur. A Alfonso, en cambio, los datos biográficos de Amalia no le interesaron en absoluto; y, discurriendo hasta dónde podía llegar aquel imprevisto encuentro, le propuso tomar un taxi y visitar su casa:
—Ya verás cómo te va a gustar y, si lo deseas, podemos cenar juntos y…
La respuesta de Amalia fue tan recelosa como prudente:
—Otra vez será… León —recalcó el nombre; y, consultando el reloj, añadió—: ¡Uy, se me está haciendo tarde! ¿Me das el número de tu móvil? Porque nos volveremos a ver, ¿no?
Fue en ese preciso momento cuando Alfonso, mirando por encima de la cabeza de Amalia, vio que del otro lado de la gran cristalera del Jacaranda se movía la silueta borrosa de un hombre que, bajo un paraguas, ojeaba el interior. Vio que recogía el paraguas, que se ajustaba el nudo de la corbata y que se alisaba el pelo. Y entró. Era León.
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