Certezas tuve de estar apurando… Apurar lo bueno, lo hermoso, siempre duele. Echar el punto final a un idilio feliz, rematar un crucero que nos hizo con mares, ciudades y amistades de ensueño, lastima. Y más hieren aún los últimos días del gran viaje.
Conciencia había yo de estar apurando la última copa. Que ya ni en primavera di una tarde al campo. No husmeaba ya librerías; ni siquiera a rastras iba a la iglesia… Departir, disertar, bromear con amigos y contertulios, como siempre, me encantaba; pero me rendía. Nada ya de lo que tanta satisfacción me diera –admirar, seducir‑ me salía bien. No podía refugiarme en artesanales aficiones porque, además, ojos y manos no me respondían. Todo me dejaba exhausto. Cuatro años llevo capeando mi mal sin creerme del todo que todo va en serio. A veces ¡qué amargas las heces de la vida, cuando la vida fue animada y placentera! Aceptado Séneca, –lex est, no poena perire (‘es una ley morir, no una condena’)-, cómo cuesta plegarse a ese destino. Pero en tanto me llegase, no podía darme a plañir. En el taller de los artesanos retirados siempre quedan muelles, resortes, obras inacabadas. Poca cosa hallé yo en el mío. Lo más aprovechable… Yo que me atormento pensando que en mi profesión hubo más de aventura y refugio que de entrega ardorosa, algo servible encontré. Al menos para justificar mi aguante en la desconsideración de mi quehacer, enarbolaba el amor a la profesión. Y con una pajuela en la mano sorteaba caminos a ninguna parte, y trasponía burdas dificultades, altas como catedrales. Y gracias a un rebojillo de cercanía, algo parecido al amor, daba con el sendero para llegar al corazón de mis muchachos.
Y para consuelo percibí que en el lento e implacable apurar de mis días –nostalgia, soledad, reparación‑ se me había ahondado la capacidad, la necesidad de amar. Ya era lo único que podía practicar sin agotarme. El único testimonio consolador era de mi paso por este valle. Ya tiempo que Pepe Berzosa me había confeccionado una lista de cuantos integraron la Segunda División. Otro tanto me procuré de mis mozos de Miralar. No sé si por aprecio o porque puedan servirme de descarga, conmigo han de viajar… Aun así, no me basta. Necesito gritar a todos los vientos que no amé cuanto debía. Que desatendí y aun agravié a quienes sólo amor debía. Que estuve altivo y humillante con los superiores. A todos, chicos y grandes, hoy que todavía es tiempo, suplico perdón. Y ofrezco el último perfume de mi vida. El amor.
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Publicado en: 2005-10-20 (100 Lecturas).