Los nacionalismos, ¿cáncer de la humanidad?

«Todo aquel que opine que el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y de pertenecer a tal raza es un privilegio singular y un talismán suficiente, no puede ser calificado de otra manera que de mental y moralmente tonto». Esto lo escribía Borges por los años cuarenta –Los nacionalistas son mental y moralmente tontos-.

 

La verdad esque Borges y muchos otros, auténticos vigías de los peligros que entrañaba el nacionalismo y el racismo propugnado por los nazis, fueron incapaces de parar el golpe, y el resultado trágico de aquello es de todos conocido. Actualmente, sesenta años después, el peligro amenaza de nuevo, y quizá la mejor forma de conjurarlo sea conociendo la genealogía y fundamento de los nacionalismos.

 

En 1889 se celebró en París la Feria Mundial. En ella, como símbolo del progreso que se presentaba imparable, figuraba la Torre Eiffel. Desde su cúpula, el hombre casi podía tocar el cielo o contemplar la ciudad más luminosa del mundo -París fue bautizada como la Ciudad de la Luz-.

 

La física parecía tener respuesta para todo y gracias a ella habían aparecido, o estaban a punto de hacerlo, el motor de explosión, la lámpara incandescente, el cine, el automóvil… Era el buen colofón a todo aquel inmenso esfuerzo que desde el siglo XVIII el mundo occidental estaba haciendo. Con la física de Newton, la lógica de Descartes y la democracia recién repescada de la historia, el paraíso terrenal parecía a punto de llegar.

 

Aproximadamente un siglo antes de todo esto, un discípulo de Kant -Herder- publicaba una extraña teoría en la cual se argumenta que el hombre se agrupa (tribu) alrededor de lo que se conoce como cultura y que ella está estructurada por emociones comunes que se exteriorizan o materializan en símbolos: la forma de hablar (el idioma), la forma de divertirse (el folclore), la forma de utilizar los alimentos para comer (la culinaria)… Todo esto hace que los miembros de una tribu se sientan fuertemente unidos.

 

Coincidiendo con esa fecha en que se inauguraba la Feria Mundial de París, la teoría de la cultura se expresó políticamente en lo que conocemos como nacionalismos. Su interés es manipular los sentimientos de aquellos que se sienten pertenecientes al mismo grupo cultural y comparten los mismos símbolos. La fuerza que los une es emocional, instintiva y simbólica, y por ello extraordinariamente integradora -los seguidores del Madrid o los peregrinos del Rocío, unidos cada uno por su símbolo, viven una proximidad espiritual que ni ellos mismos se pueden explicar; pero lo cierto es que ese mismo símbolo que comparten les hace sentir idénticas pulsiones, y por ello no es extraño ver que personas de exquisita compostura se agrupen espontáneamente a cualquier energúmeno para defender, iracundos, la cuestión más baladí-.

 

Jung, para explicar el poder que confiere el manejo de los símbolos, dice que quien habla con símbolos habla en mil idiomas. Ese poder, como el brujo de la tribu, es el que emplea el nacionalista para manejar sagazmente a los miembros de la comunidad; y esa es la razón que le mueve a bucear en el subconsciente colectivo tribal para estar descubriendo continuamente nuevos símbolos.

 

Esas dos concepciones de la sociedad, una racional y determinista, la otra emocional e instintiva, se enfrentaron en la primera mitad de siglo y el resultado fue catastrófico. Los que defendían la raza y la patria fueron vencidos por los que pregonaban el progreso universalista; pero la victoria, vista desde los acontecimientos actuales, no fue tan clara. El fundamentalismo islamista surgido no hace mucho y los nacionalismos radicales que están apareciendo en Europa prueban que los verdaderos vencedores de la última gran guerra fueron los que aparentemente perdieron.

 

Aunque parezca extraño, este resultado ya estaba anunciado. Un científico y un pensador -Freud y Nietzsche- habían escrito, en contra de la gran mayoría de los intelectuales de entonces, que lo instintivo y emocional del hombre termina por imponerse a lo racional; y que el progreso sin límite, que se presumía venir de la mano exclusiva de la ciencia y la tecnología, sería incapaz de superar los tribalismos humanos.

 

En España estamos comprobando ahora la potencia política de los nacionalismos: todo el aparato de la democracia es incapaz de evitar que las minorías tribales se impongan y dirijan, según sus intereses particulares, a la mayoría del país.

 

La solución al problema de los nacionalismos, como en el cáncer, se presenta difícil porque, al igual que en este caso, está introducido en la esencia misma de la vida -el ADN (ácido desoxirribonucleico)-, y las medicinas que lo eliminan también nos matan a nosotros.

 

El nacionalismo, en la búsqueda obsesiva de su diferenciación con lo próximo, huye del mestizaje y se instala en la pureza de lo endogámico; y eso, además de aberrante, genera xenofobia en los de dentro y odio en los de fuera.

 

No parece que el nacionalismo se solucione haciendo concesiones, porque su esencia está en la búsqueda permanente de lo diferencial, y lo diferencial se exacerba con la concesión: más autonomía educacional, por ejemplo, provoca más diferencia formativa; y ello, a su vez, es una justificación para que el nacionalista exija más poder.

 

Leer a Ortega y Azaña sobre esta cuestión (Dos visiones de España, 2005. Ed. Círculo de Lectores) es comprobar «sensu stricto», después de más de setenta años, cuánta razón tenía el primero y qué poca el segundo.

 

Para Ortega, el nacionalismo tiene una etiología crónica, y los españoles -catalanes, vascos, andaluces, extremeños…, todos- tenemos que acostumbrarnos, como cualquier enfermo crónico, a convivir con el mal, de la misma manera que la biología nos enseña que debemos hacer frente al cáncer.

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Publicado en: 2006-02-24 (86 Lecturas)

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