Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.- Con la moral por los suelos.
Me sentía engañado, timado, traicionado. Me sentía como el que llega a su casa con un sobre creyendo que está lleno de billetes y descubre que solo son recortes de periódico. Me hubiera gustado marcharme de la empresa en aquel momento, y si no lo hice fue porque me parecía una grave falta de educación. Salí de la sala, le conté al señor Bueno lo que ocurría y me miró de muy mala manera. Yo también debía de tener cara de pocos amigos, porque intentó recobrar el control de sí mismo y me acompañó a la sala de firmas con el contrato de las dos parcelas en la mano. Saludó a los clientes y, por la forma como le respondieron, no tardó en darse cuenta de que el horno no estaba para bollos. Entregó uno de los contratos a los clientes, y el otro lo dejó sobre la mesa.
―¿Quieren leer ustedes el contrato o prefieren que lo haga yo?
Hubo un momento de tensión en el que Recasens dijo, poniéndose muy serio:
―No hace falta. Mi esposa es abogada y yo sé leer.
El señor Bueno intentó, en vano, trastearlo por las buenas.
―No lo dudo, señores. Pero quizás quieran hacer alguna pregunta antes de firmar.
―No vamos a firmar, sencillamente, porque la finca no tiene aprobado el Plan Parcial por la Comisión Provincial de Urbanismo. Esto es una estafa que si no hemos denunciado ha sido por consideración al señor Aguilar, que nos parece un joven honesto y educado. Bueno, ya está bien de pretextos y tapujos. Me están vendiendo como suelo urbano un terreno rústico y nada más. ¿Lo entiende?
―Señor Recasens, le rogaría que midiera sus palabras. Usted ha comprado dos parcelas de suelo urbanizable. Yo le invito a que compruebe que hemos presentado la documentación necesaria para solicitar la aprobación del plan parcial; pero usted debe saber que esos trámites son lentos y costosos. Esa es la razón por la que hemos empezado a vender la primera fase de la finca a un precio de lanzamiento. Después, cuando el proyecto esté finalizado, los precios serán otros, como usted se puede imaginar.
Recasens era un tipo impresionante, tenía hombros de cargador de camiones y unas manos como panes. Sentí miedo. Pensé que si se le ocurría denunciar a la empresa, saldría mi nombre a relucir y me vería metido en buen lío. En vista de que mi cliente no daba su brazo a torcer, el señor Bueno cometió el error de amenazarlos, veladamente, para acabarlo de arreglar.
―En fin, como prefieran: ustedes han firmado una opción de compra que, según dicen, piensan incumplir y han entregado un talón de cincuenta mil pesetas que esta misma mañana presentaremos al cobro.
―No se moleste. He avisado al banco para que no lo abonen. ¿Lo entiende?
―Sí, señor; y seguro que ustedes también saben que devolver un talón bancario es un delito. ¿Verdad?
No hizo falta más. Recasens se puso en pie hecho una fiera, le arrojó el contrato a la cara al señor Bueno y, por un momento, pensé que iba a lanzarse contra él. En una esquina de la mesa, con los brazos cruzados y sin respirar, yo contemplaba la escena, maldiciendo la hora en la que se me ocurrió hacerle caso a Paco y meterme en aquella casa de locos. Recasens vaciló un momento y preguntó, mirando fijamente al señor Bueno.
―Y, ¿por qué el propietario tiene su domicilio en Belice? ¿Me puede decir por qué reside en un paraíso fiscal? ¿Eh?
Se quedó un poco desconcertado, vaciló unos instantes y contestó:
―Que yo sepa, residir en un sitio o en otro no es delito. El delito consiste en no pagar impuestos y, cuando ustedes quieran, les puedo demostrar que aquí no se debe ni una peseta a los organismos oficiales.
Sin duda no se esperaba la respuesta, porque cogió del brazo a su esposa y salió de la sala echando por la boca sapos y culebras. Cuando se marcharon, me quedé pensando que, aunque la abogada era la señora, solo hablaba Recasens; ella no abrió el pico en todo el rato.