Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Un inagotable repertorio de mentiras.
Llegaron al restaurante casi a las diez y media, las mesas estaba a punto, los vendedores acomodaron a las familias y, a los pocos minutos, el local se llenó del murmullo y las conversaciones de los excursionistas y sus acompañantes. Aquello parecía una colmena. Sirvieron los cafés, se encendieron los primeros cigarrillos, se desplegaron los planos sobre las mesas y empezaron a hablar de precios de venta y condiciones de pago. A los pocos minutos, Mercader se puso en pie con el carné de identidad de su cliente y tres mil pesetas en la mano, gritando para que todos lo oyeran: «Parcela seiscientas cuarenta y ocho, vendida». Poco después se cantó otra ―falsa, por supuesto, como la anterior―. Pasó Paco por las mesas para felicitar a los compradores, les invitó a una copa de cava y siguió saludando al resto de familias y entregándoles la cámara fotográfica. No tenía prisa; volvió al cuartucho, donde informaban los vendedores y, a las doce menos cuarto, dio tres palmadas, se levantaron las primeras mesas y los pasajeros subieron a los autocares para ir a la urbanización.
El campo estaba precioso aquella mañana. Una suave brisa había despejado las nubecillas del amanecer y el cielo lucía con un color azul, limpio y sereno, como las aguas de un lago. Habían florecido los cuatro o cinco almendros silvestres, diseminados junto a la vereda que conducía a la zona deportiva, y sus ramas se habían llenado de florecillas blancas y rosadas, como si un artista se hubiera dedicado a pintarlas una a una. ¡Qué hermosura! Parecían mariposas, que aleteaban al viento de la mañana para inundar de primavera los barrancos y las orillas de los caminos.
Tal y como esperaba, a la entrada de la finca esperaba Gálvez junto a su coche, vigilante como siempre. Saludó con la mano al paso de los autocares, que poco después se detuvieron frente a unas parcelas desbrozadas un par de días antes, que olían a tomillo, a espliego y a romero. Bajaron las familias, los vendedores las sacaron a gritos de la calle, y les hicieron pasar al interior como si guiaran un rebaño. Una vez dentro, las colocaron una en cada esquina y otra en el centro, para evitar que algún pobretón, de esos que cada domingo se colaban en busca de la cámara fotográfica, pudiera influir en los demás con sus comentarios negativos y perjudicara una posible operación.
Mercader tenía, en un puño, a la familia que le habían adjudicado ―el señor Luis Martínez y señora―. Ella, sobre todo, estaba embebida en la conversación. Llevaba Mercader, en la cartera, una foto que se hizo junto a un magnífico chalé en La Escala, y se la enseñó tan orgulloso, como si la casa fuera suya, diciendo que tiempo atrás había comprado dos parcelas con una entrada mínima, que a los tres años vendió una de las dos, y que con el beneficio obtenido edificó aquella preciosa vivienda.
―¿Verdad que les gusta? Allí pasa mi madre los fines de semana en compañía de mi esposa y mis hijitos, y aquí pienso retirarme yo también, el día de mañana.
Otra mentira más de su amplio e inagotable repertorio. En ese momento, llegaron Velázquez y la señorita Claudia; estacionaron el Jaguar frente a las parcelas, bajaron a la calle y, ante la admiración de los presentes, se pusieron a contemplar el panorama. No muy lejos se encontraba Roderas, distribuyendo el espacio de la mansión que podrían edificar sus clientes en aquel magnífico terreno.
―Miren qué maravilla: una casa como siempre soñaron, en plena naturaleza y lejos de la contaminación. ¿Les gusta, verdad? Yo pondría en esta parte la cocina, orientada al levante y, al lado, un gran salón con chimenea; aquí el dormitorio principal con el baño incorporado; un par de habitaciones más y la de invitados. El porche debería mirar hacia el sur para disfrutar de las puestas de sol y de la impresionante vista que domina el valle. Y, finalmente, este hueco lo reservaría para la piscina. ¿Verdad que sí?
Sin esperar respuesta, cogió al marido por el hombro en un gesto de sincera amistad, le dio la enhorabuena por la magnífica compra que acababa de hacer y proclamó la venta de la parcela a los cuatro vientos. Al ver la cara de espanto que ponían los clientes, y antes de que le armaran un escándalo o le llamaran cualquier barbaridad por atosigarlos de aquella forma, recurrió a una granujería que siempre daba buen resultado.
Se acercó a Velázquez, que en aquel momento charlaba con la señorita Claudia, apoyado en su espectacular automóvil y, sin previo aviso, procedió a las presentaciones.
―Señor Martínez, le presento al “Vicepresidente General” de la compañía y a la señorita Claudia, su secretaria personal.
Sin necesidad de más aclaraciones, Velázquez captó el mensaje y tiró de manual.
―¿Puedo serle franco, señor Martínez? No lo comente con nadie, pero estoy a punto de firmar la concesión de un gran campo de golf con la Comisión Nacional del Deporte. Procuren comprar ahora que pueden, porque en el plazo de tres o cuatro años será imposible. Como amigo que me considero del señor Roderas y de ustedes ―si me lo permiten―, les recomiendo que piensen a largo plazo e inviertan en futuro, antes de que sea tarde. Lamentaría mucho que dejaran pasar esta magnífica oportunidad.
Tras su brevísimo discurso, cogió la mano de la señora, se la llevó a los labios sin llegar a rozarla, y se despidió del matrimonio con una sonrisa afectuosa, encantado del título que le acababan de conceder: nada menos que vicepresidente. Y a Roderas le hizo mucha gracia la intervención, porque no tenía noticias de que existiera ninguna Comisión Nacional del Deporte; pero Velázquez lo había dicho con tanto aplomo, que nadie se hubiera atrevido a ponerlo en duda.