“Los pinares de la sierra”, 141

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- El secreto de las ratoneras.

Con cara de desesperación, Paco culpaba de sus problemas a Fandiño por haber ideado la estafa, por cobrar una suculenta comisión y por echar a correr sin decir esta boca es mía, dejándolo a los pies de los caballos, precisamente ahora, cuando su nombre sonaba como futuro director comercial. Pidió otros tres whiskys y empezó a golpear la mesa, desesperado, hasta que intervino Roderas con una calma digna del Presidente del Supremo.

―Tranquilo, Paco; los problemas hay que resolverlos con valor y dignidad; el arrebato y los nervios solo sirven para cerrar la inteligencia y apagar la imaginación. Una demostración: ¿tú sabes por qué funcionan las ratoneras?

―Y, ¿por qué coño debo saber yo por qué funcionan las ratoneras?

―¿Lo ves? Hasta un niño conoce la respuesta; pero, en un estado como el tuyo, no se puede pensar. Relájate, por favor. La respuesta es muy fácil; las ratoneras funcionan, porque a los ratones les gusta el queso. ¿Lo captas?

―De acuerdo. ¿Y eso qué tiene que ver con el asunto?

―Veo que el pánico te está dejando sin capacidad de reacción. ¿Tampoco sabes quién era Paco, “El Muelas”?

―No, señor. Tampoco sé quién coño era “El Muelas” ese. Y, qué… ¿Me vas a hablar de sus obras completas? Vale, Roderas, ya está bien; no me toques los cojones.

―Es imperdonable ―respondió Roderas emocionado― El nombre de Paco, “El Muelas”, deberíamos pronunciarlo con el mismo respeto con el que hablamos de Miguel Ángel o de Leonardo. “El Muelas” fue un genio, un artista, una gloria de la picaresca nacional. En plena posguerra, se buscó un consorte, lo vistió de tranviario y cada tarde, a la hora del café, lo esperaba en un hotel de la Gran Vía madrileña, para que le entregara la recaudación. Así conoció a un palurdo, forrado de dinero, que acababa de aterrizar en la capital. No tardaron en hacerse inseparables y “El Muelas” le explicó al paleto que había comprado un tranvía en Italia y había negociado los derechos de explotación de la línea, con el ayuntamiento. Llegaron a hacerse tan amigos que, con la excusa de tener que ausentarse para atender unos negocios, “El Muelas” le dijo al palomo que había decidido vender la licencia y el tranvía, y que ya tenía varias personas interesadas en la compra. El pueblerino preguntó por el precio y aquí es donde “El Muelas” demostró ciencia y sabiduría. Cerró el negocio en doscientas mil pesetas, pagaderas en dos plazos de cien mil: el primero al contado y el resto al cabo de un año. El aldeano, que se tenía por un lince, decidió aprovecharse de aquel señorito madrileño, tan simplón, que no se daba cuenta de que, con los ingresos de las rentas del negocio, podría pagar el segundo plazo, y la compra le saldría por la mitad. Firmaron la escritura con un notario de pega, se despidieron como amigos y, cuando al día siguiente el palurdo fue a tomar posesión del tranvía, en las cocheras de Fernando el Católico, saltó la noticia. ¿Lo ves? Un timo limpio y sin violencia, un negocio digno de una inteligencia superior, a la altura de Víctor Lustig, que le vendió la Torre Eiffel a un chatarrero en 1925; o de George Parker, que ponía a la venta el Puente de Brooklyn dos veces por semana. ¿Lo entiendes Portela? El poder de la mente es incalculable.

―Eso es muy fácil de decir cuando el “marrón” es de otro y te están esperando dos chavalas para pasar la noche ―dijo Paco, observando a Mercader, que no le quitaba ojo a la “camaruta” de la barra y a la compañera que acababa de llegar―. En mi caso no se trata de tangarle a un pobre ciego una tira de cupones; se trata de un policía sin alma, que mató a un cura sentado en una silla.

roan82@gmail.com

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