Todos a la cárcel

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

“Aborrece el delito, compadece al delincuente”, una frase repleta de intenciones, buenas intenciones, que se utiliza como mantra deseable y aplicable.

Desde que el mundo es mundo y se empezaron a codificar normas y leyes, con la intención primaria de regular la sociedad, y tal vez una segunda de penalizar las infracciones a las mismas, es evidente que ni las leyes son perfectas ni sacrosantas ni todo el mundo está dispuesto a acatarlas por las buenas.

Y también es evidente que parte de esas leyes se establecieron para satisfacer el derecho de venganza que tenían los ofendidos (otra parte, no hay duda, era para controlar a la sociedad y por lo tanto tener el poder). Puesto que era común (y todavía lo es) que los delitos contra los bienes y sobre todo contra las personas se trataban de resolver y satisfacer mediante la venganza directa de los afectados así, en un canje de ofensa por ofensa, sangre por sangre, y siempre en aumento de grado e intensidad (que el mero trueque ya no saciaba ni el odio, ni el rencor, ni la venganza) que generaba (y genera) una espiral cada vez más amplia en grado y violencia, por eso y tratando de controlar estos efectos que al final afectan a toda la sociedad, el poder decidió establecer las reglas que cumplir. Tenemos el primer ejemplo históricamente constatable (y de una influencia enorme hasta nuestros días) de la llamada “Ley del Talión”, plasmada en el Código de Hammurabi, que es retributiva y contempla no una compensación equivalente al delito, sino la exacta devolución y sufrimiento al delincuente (por ello el “ojo por ojo, diente por diente”).

Todo ha ido desarrollándose y reconvirtiendo según las mentalidades de determinadas épocas y la influencia de las religiones. Llegados a nuestros siglos más próximos y dentro del pensamiento derivado del Renacimiento y de la Ilustración, se ha llegado a aceptar (o medio aceptar) que el castigo de los actos delictivos ha de ser proporcional al delito cometido y no suponer exceso. También se ha llegado a aceptar (igualmente con muchas reticencias) que juzgar y condenar al delincuente no ha de suponer un mero castigo por la infracción, sino que debe primarse el factor pedagógico e insertivo del sujeto en la sociedad.

Así las buenas intenciones determinan que la labor penitenciaria ha de ser más dirigida a la reinserción del preso en la sociedad que una mera privación de libertad durante cierto tiempo. Así debiera ser, si el criterio definido por la frase del inicio pudiese aplicarse y cumplirse con las debidas garantías de éxito. Para ello, al menos habrían de cumplirse dos condiciones mínimas: una, que el sujeto estuviese dispuesto a esa reeducación; y dos, que se pusiesen todos los medios adecuados para conseguirlo.

Cuando comete un delito el delincuente, al menos en nuestros sistemas judiciales, debe tener un juicio determinado por las pruebas de cargo y, por lo tanto, justo; si las hay y están demostradas, recibirá sentencia culpatoria; y si no las hay, sentencia absolutoria. Por la anterior, tendrá su castigo; y por esta, la libertad. A un juicio justo sigue una sentencia justa, pues.

¿Será meramente para castigar el delito o será también como medio para volver a integrar a esa persona en el cauce del respeto a la ley…? Este es el dilema viejo y a la vez actual. Hay muchos países que contemplan las penas y su ejecución como meros castigos retributivos, hasta tal punto, que mantienen la pena de muerte para ciertos delitos de sangre. Sangre por sangre. En otros, la sangre se cambió por tiempo indefinido de reclusión, hasta la muerte natural o no del criminal; la llamada cadena perpetua. En las democracias (no todas), se trataría como primera medida intentar la reinserción social; pero, también para ello, hay que poner medios dentro y fuera de las cárceles.

Acá, dentro de las buenas intenciones ya conocidas, se estipuló que todo tiene un límite y la prisión no puede ser sine die. En esto estábamos, hasta que se rompió la baraja o el consenso. Para, teóricamente, atajar ciertos delitos criminales muy llamativos (entre los que se incluye el terrorismo) y en claro aprovechamiento político, la derecha decidió implantar la llamada pena permanente revisable; una especie de cadena perpetua con posibilidad de ser interrumpida según los baremos establecidos ad hoc. Y los grupos de izquierda decidieron que ello no era aceptable, con la inapreciable ayuda de los nacionalistas vascos (que tiran para sus cachorros díscolos).

Todos dicen hablar en nombre de la sociedad, del pueblo, de sus deseos… ¿Es eso posible?

No. Los progresistas buscan derogar esa ley, los conservadores no solo mantenerla sino también ampliarla. Y utilizan el sentir de la sociedad (o lo olvidan) como justificación. Aprovechar la ola sentimental que suponen los crímenes recientes, abyectos, es ventajismo político y eso se sabe. Entonces ¿qué hacer…?

Mi propuesta es mantener la prisión permanente revisable, aclarando muy bien no solo los supuestos a los que se aplique, sino también los criterios para realizar esas revisiones, quienes pueden hacerlas y autorizarlas. E incluir en esos supuestos los delitos económicos que perjudiquen gravemente la viabilidad de entidades y presupuestos, tanto particulares como de la Administración; no puede ser que, por la acción de esos supuestos ladrones de guante blanco, se vayan de rositas estos, apenas perjudicados por sentencias realmente muy benévolas. Mientras los demás han de sufrir sus consecuencias, en reducción o precariedad de servicios, en desaparición de ahorros, en congelaciones de salarios… Si se pretenden ampliar los supuestos que incluyan estos, porque también hacen daño, y mucho, a la sociedad. Por sus efectos, también mueren personas.

Por último, el hacer que personas asociales o antisociales, reconocidas así por sus actos, queden a buen recaudo como medida de protección de la sociedad en la que no saben vivir o a la que detestan, no es tomárselo como venganza antigua, sino como profilaxis social. Si, dado el caso, estas personas muestran su rehabilitación y no se consideran ya peligrosas, podrán salir a la calle libremente, ¿por qué no?

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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