Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- La guinda del pastel.
Sin dar crédito al acontecimiento que acababan de presenciar, el matrimonio no paraba de darle las gracias en voz baja, como si rezara una letanía. Mientras tanto, Velázquez procedía a despedirse del alcalde con la confianza y naturalidad con que se había desarrollado la conversación.
―Cuando tú quieras. Podemos ir a Reno con las señoras, y luego tomamos unas copas en Bocaccio; pero esta vez invito yo. Gracias, alcalde. Te debo una.
Y a la vista de que el asunto había salido tal y como estaba planeado, pensó que era el momento de ir al grano.
―Entonces, Manolo ―permítame el tuteo―, ¿qué hacemos con la parcela?
―No sé qué decir… Le estamos muy agradecidos, pero tendríamos que pensarlo.
Con una sonrisa deliciosa, el señor Velázquez se puso en pie. Tras más de media hora en el sillón, ni una sola arruga deslucía su pantalón de tergal, ni la camisa Suybalen comprada en la sección de caballeros de El Corte Inglés. Amistosamente, puso la mano en el hombro de Manolo, le dijo que mirara fijamente a su mujer, y preguntó:
―Pero, hombre de Dios, ¿no ve que a su esposa le encantaría tener una casita con jardín, para disfrutar del campo y la naturaleza el día de mañana? ¿Le va a negar ese capricho, a una santa que le ha regalado cinco hijos maravillosos?
―Pues ella es la que dice que no podremos hacer frente a tantos gastos…
La esposa movió la cabeza con resignación, suspiró profundamente y se calló. Esa era la respuesta habitual a los comentarios de su marido. Velázquez, en cambio, volvió a la carga con entusiasmo.
―Pero señora, ahora que su marido es, prácticamente, cabo de la unidad operativa de bomberos, y que ganará el doble de dinero que hasta ahora, no me dirá que no le hace ilusión tener una propiedad para que el día de mañana sus hijos se relacionen con chicos de la alta sociedad. Pero yo les comprendo; ustedes son personas prudentes y sensatas, que no quieren estirar más el brazo que la manga. ¿Me equivoco?
―No señor. Esa es la verdad ―afirmó Manolo muy convencido—.
―Entonces no se hable más. Como amigos del alcalde, que ya podríamos decir que lo son, les haré las mismas condiciones que les hacemos a los grandes inversionistas: mínima entrada y un aplazamiento hasta tres años… ¡Sin intereses! ¿Qué les parece?
Manolo miró a su esposa, ella le devolvió la mirada y el señor Velázquez dio por finalizada la operación.
―De acuerdo, cuestión resuelta. Les deseo que disfruten la parcela con salud y que gane usted mucho dinero como cabo del cuerpo de bomberos. La vida se está poniendo muy difícil y hay que saber aprovechar los golpes de suerte como el que ustedes acaban de tener. ¡Ni más ni menos que una recomendación del alcalde! ¡Casi nada! Y, antes de despedirnos, quiero decirles una última cosa: por favor, no hablen de esto ni con los íntimos. No pueden hacerse idea de los compromisos que podrían ocasionarme. ¿Verdad que me entienden? Pero, lamentablemente, todo el mundo no es igual. Reformamos el contrato en un momento y firmamos enseguida. Y no se preocupen que yo le enviaré un regalo al alcalde en nombre de los dos.
―Muchas gracias.
―¡Enhorabuena! No hay nada como el amor a la naturaleza, para unir a los pueblos y a las gentes de España; nada como la ayuda sincera y generosa entre españoles, para sembrar en sus almas el espíritu de unión y entrega a nuestra patria.
Una vez firmados los papeles y las treinta y seis letras del contrato, despidió al matrimonio, se dirigió al despacho del señor Bueno, y preguntó desde la puerta en posición de firmes:
―¿Da usted su permiso?
Le entregó los documentos firmados, se cuadró ante el jefe de ventas con gallardía castrense, y preguntó:
―¿Manda usted alguna cosa más, o puedo retirarme?
―Nada más, señor Velázquez; ya puede marcharse cuando quiera.
―Muchas gracias ―dijo, acompañando sus palabras con un sonoro taconazo—.