“Los pinares de la sierra”, 70

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- El truco del teléfono.

Al día siguiente, a las seis de la tarde y en representación del señor Velázquez, Claudia se presentó en casa del bombero, para acompañarlos en taxi a la oficina a firmar el contrato. Manolo y su mujer se sorprendieron de que la señorita se tomara tantas molestias con ellos; no obstante, agradecieron el detalle, mucho más si cabe, porque después de pasar la noche en vela haciendo números y recortando gastos de aquí y de allá, habían llegado a la conclusión de que con un sueldo de bombero raso, no se podían pagar las casi tres mil pesetas mensuales a que se habían comprometido. Así se lo dijeron a Claudia; pero como en la finca habían firmado una opción de compra, era lógico que pasaran por las oficinas a deshacer la operación, tal y como les dijo la señorita. Además, que al señor Velázquez le habían caído muy simpáticos y tenía para ellos una noticia muy agradable.

―¿Se trata del trabajo de Manolo? ―preguntó la esposa—.

―No lo sé, señora. Las cosas importantes ‑me refiero a las relaciones con los peces gordos‑ siempre las lleva él, personalmente.

Al matrimonio le sorprendió mucho el bullicioso ambiente que reinaba en las oficinas. ¡Qué recibimiento! ¡Qué atenciones! Gente elegante por los pasillos, jóvenes que en la finca llevaban vaqueros y ropa deportiva, ahora iban con traje y corbata, y les felicitaban por el sorteo del día anterior. Coincidieron en la sala de visitas con María Luisa, la fornida señora que iba en la primera fila del autocar, acompañada de aquel tipo, escuálido y demacrado, que la trataba como a una reina. Mientras esperaban en la salita, se pusieron a mirar un precioso póster de Edén Park, en el que las ramas de los pinos rozaban las espumas de la playa; pero, al instante, volvió la señorita Claudia y los condujo al despacho de Velázquez. ¡Qué hombre tan distinguido! ―pensó la señora—.

Les invitó a pasar amablemente y, mientras los saludaba, observaban, medio alelados, la singular decoración del recinto. En la pared del fondo, presidiendo la estancia, había un crucifijo de hierro forjado y, a ambos lados de la imagen, las fotografías de Francisco Franco y de José Antonio primo de Rivera. Pero lo que despertó el interés del matrimonio de manera especial, fue la espléndida bandera de España que lucía, altiva y orgullosa ―eso dijo Velázquez, textualmente―, sobre una peana de nogal oscuro, en la parte derecha, junto a la mesa.

―Ahí la tiene, señor Moreno; esta es la bandera que se arrió en Sidi Ifni, el treinta de junio del sesenta y nueve. Gloria y honor a los héroes, que regaron con su sangre las ardientes arenas del desierto, en defensa de la Patria sacrosanta. ¿No le parece?

―Sí, señor ―respondió el bombero—.

El problema de tratar con parásitos y golfos, como Velázquez, era que algunos de ellos se aprendían la palabrería del Régimen; y, cuando te largaban una de sus parrafadas, no sabías qué decir. Según ellos, nuestros soldados nunca sucumbían en el combate, sino que “Envueltos entre nubes de metralla y masas de feroces enemigos, los ejércitos de España sonreían a la muerte que los llevaba a la victoria”. Utilizaban este galimatías para mostrar, ante la gente sencilla, una superioridad cultural inexistente y, ya de paso, amedrentar a los infelices, para sacar de ellos lo que pudieran.

Manuel Moreno, bombero raso de la Unidad Operativa de Montjuich, estaba como abstraído en aquel ambiente. Una vez acomodados, la señorita Claudia les ofreció un café, que por prudencia no aceptaron, y salió del despacho sonriendo tranquilamente.

―¿Qué le ocurre, hombre? Le veo muy serio ―dijo Velázquez, dirigiéndose al bombero en tono familiar―. Seguramente está usted pensando en cómo hacerse el chalet en ese trozo de “territorio nacional” que acaba de adquirir. ¿Verdad que sí?

―No señor; precisamente, mi señora y yo queríamos decirle que hemos pensado renunciar al sorteo y no comprar. Quizás más adelante…, pero no se preocupe; cuando llegue el momento, preguntaremos por usted, que siempre nos trata con tanta educación.

―No es solo educación, amigo mío; es algo mucho más importante. Usted es dueño de tomar la decisión que le parezca conveniente; pero sepa que yo llevo a España prendida en el corazón y estimo cada trozo de su territorio, como esa parcela que pronto llevará su nombre y el de su esposa, en el Registro de la Propiedad.

En ese momento, entró Claudia, interrumpiendo la soflama.

―Señor Velázquez, ¿puedo pasarle la llamada que esperaba?

―¿Es el alcalde?

―Sí señor; tiene al teléfono a su secretaria.

Salió la señorita Claudia, sonó el teléfono y al instante lo cogió Velázquez.

―Dígame… Claro que sí señorita; la atenderé con sumo gusto.

Un breve silencio; Velázquez sujetaba el auricular con una mano y se pasaba la otra por la barbilla, como hacen las personas que quieren demostrar una preocupación. Mantuvo el gesto serio y la actitud severa, aunque al instante cambió la expresión, para adoptar sus elegantes modales de siempre.

―Enrique, ¿cómo estás…? Te he llamado esta mañana para hablarte de un amigo.

Desde el teléfono de la sala de ventas, Claudia le apuntaba los datos del bombero y Velázquez hacía uso de ellos como si hablara con el alcalde, mientras Manolo y su señora no salían de su asombro.

―Hombre, te lo decía por si le puedes ayudar; es una excelente persona, lleva quince años de bombero raso, y al hombre le gustaría ser…

Tapó el auricular con la mano y, en voz muy baja, le preguntó a Manolo:

—¿Qué le digo, conductor o cabo?

—Cabo, que ganan más ―respondió la señora—.

―Enrique; me dice que se encuentra capacitado para asumir la categoría de cabo.

Otro momento de espera, mientras Claudia ya no se podía aguantar la risa.

―Se llama Manuel Moreno López y su jefe es un tal Chamorro. En fin, yo le digo que se presente a los próximos exámenes y que cuente con el ascenso desde ahora. ¿Vale? Pero tú estarás al tanto, ¿no? Lo digo por si a última hora se pone nervioso durante el examen y comete algún error, inapreciable a simple vista.

La cara de la pareja era un poema. Con los ojos clavados en Velázquez, seguían la conversación estupefactos sin respirar apenas.

―Entonces, le digo que se presente y que cuente con que ya está aprobado. ¿No? De acuerdo. Espera un momento, que te lo paso para que te salude ―alargó el auricular y le ofreció el teléfono al bombero, que (temblando como una hoja) tragó saliva sin saber qué decir—.

―Enrique, perdona; pero este amigo mío está emocionado y es incapaz de decir una palabra ―miró a la esposa, le preguntó con los ojos si quería decirle algo y acabó dándole las gracias en nombre de los dos―. Ya te digo que son unas personas excelentes. ¡Ah! Y muy adictos al Régimen. Tenlo en cuenta.

roan82@gmail.com

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