Por Jesús Ferrer Criado.
Acertó plenamente en su diagnóstico un periodista que proclamó: «Para el separatismo cada concesión es como una meta volante».
Hoy todos los que hablan de diálogo están sugiriendo, sin decirlo, que hay que hacer más concesiones a los separatistas para que dejen de chantajearnos. Craso error. Más metas volantes.
La primera meta volante fue que la actual Constitución Española ‑copiando lo peor de la Segunda República‑ hablara de “autonomías”, la segunda que añadiera el término “nacionalidades”, la tercera que aprobara en los Estatutos potestades acerca de la educación, el orden público, la seguridad social, la recaudación de impuestos, la televisión y un largo etcétera que minimizan el poder del Estado de forma que en grandes zonas de España sólo es visible el poder autonómico. En el caso de Cataluña, incluso los éxitos futbolísticos del F.C. Barcelona han constituido una meta volante en el camino a la victoria final.
A mi juicio, el gran fallo del Estado Autonómico es haber dado a las regiones entidad política con parlamentos propios, legislación propia, consejeros y presidentes elegidos “democráticamente” sólo por los propios ciudadanos a lo que antes era una mera circunscripción administrativa, a veces sólo nominal. Eso ha reforzado sin control el “patriotismo” del terruño y ha fomentado paralelamente cierta xenofobia hacia el resto. Además, ha parcelado servicios esenciales como la sanidad o la educación y ha complicado con una innecesaria proliferación de leyes ciertas actividades comerciales.
Algunos presidentes regionales se creen virreyes de sus territorios y se rodean de la pompa y boato correspondientes, se otorgan sustanciosos estipendios, viajan en limusina, le hablan de tú al presidente del Gobierno y deciden a su antojo si asistir o no a eventos nacionales a los que, como autoridades españolas, estarían obligados.
Contando con la impunidad de su desafección y frente al “buenismo” estúpido de ciertos políticos estatales ‑los de Madrid‑, algunos políticos regionales han respondido con la traición más o menos clara o con una lealtad remolona y condicional más atenta al color político del presidente de Gobierno ‑o sea, los intereses de partido‑, que a los colores de nuestra bandera nacional. Su máxima preocupación es que el Estado no menoscabe en lo más mínimo sus poderes autonómicos, para lo que siempre están dispuestos a recurrir al Tribunal Constitucional, a cuyos dictados desobedece cuando le son desfavorables.
Se atribuye al general Franco, supongo que erróneamente como tantas, la frase de que «La política es demasiado importante para dejársela a los políticos». Parece una boutade pero, sea de quien sea, algo de sentido sí tiene esa frase, aunque debería aclarar que se trata de esos politicastros que incitan a desórdenes de los que piensan salir indemnes o se obcecan en conductas delictivas sabiendo que, pase lo que pase al final, su cabeza seguirá pegada al cuerpo. Esas cosas se pensaban mucho antes, porque históricamente no siempre ha sido así.
He vivido unos cuantos años en Cataluña, Badalona por más señas, y volví a mis lares el año 1978 y aquí sigo. Ya entonces, desde la muerte de Franco en adelante, se veía venir el acoso del mundo catalán a lo que significaba España, a los residentes que veníamos del resto de España. Algunos nos mantuvimos en lo nuestro, pero otros intentaron congraciarse con la nueva situación.
Un compañero mío, en este caso murciano, se apuntó a Omnium Cultural, que entonces iba de inocente para ser aceptado como catalán ¡y llegó a concejal! Otro, apellidado González, se sinceró conmigo declarando solemnemente que los catalanes llevaban la independencia en la sangre. Le contesté que eso debería decirlo yo que, por lo menos, tengo un apellido catalán. Un periodista que me presentaron hablaba con tal desprecio de Andalucía que, según él, las empresas catalanas mandaban para acá lo que no quería nadie, “como si fuéramos África”.
A mi juicio, el actual separatismo catalán tiene varios componentes. Está el componente romántico como el de mi compañero González; está el complejo de superioridad respecto a los otros españoles; y está la insolidaridad y la negativa a compartir lo que hay con otras zonas de España menos prósperas. Y luego está eso del victimismo, que es puro teatro.
Tengamos en cuenta que la sociedad catalana, al menos cuando yo estaba allí, estaba formada fundamentalmente por una élite económica y cultural catalanohablante y un proletariado hispanohablante y semianalfabeto, los llamados despectivamente charnegos. Efectivamente, la emigración de los años sesenta a Cataluña, País Vasco, Asturias…, se componía principalmente de braceros o peones sin especialización ni cultura, que llegaban buscando un puesto de trabajo que les permitiera subsistir y enviar algo de dinero a la familia que habían dejado en su pueblo. Su inferioridad era palpable.
Eran dos sociedades que apenas se mezclaban, vivían en barrios distintos, apenas se hablaban fuera del trabajo y nunca coincidían ni en los bares, ni en la iglesia ni en nada. Estoy simplificando mucho, pero se trataba de dos colectivos paralelos con pocos lazos sociales entre sí.
Los charnegos vivían acomplejados ante los naturales del país y hablaban con admiración del patrón de su fábrica, que ya estaba en el tajo cuando ellos llegaban; no como aquel señorito andaluz que aparecía por el cortijo a las once de la mañana, chuleando en su caballo. Y si una hija suya salía ‑cosa rara‑ con un chico catalán, lo recalcaba con orgullo, como si le hubiera tocado la lotería.
No hace muchos meses, un futbolista extranjero que había pasado por el Barça, declaró que había detectado cierto racismo en la sociedad catalana respecto a los charnegos. Yo también.
La prosperidad de muchos ciudadanos de Cataluña hace que, en conjunto, esta región aporte más que ninguna otra a la riqueza nacional. Muchos catalanes quieren que todo lo que recaudan se quede en casa y no repartir nada, o muy poco, con el resto de los españoles.
Hay que aclarar que, por razones históricas, geográficas y políticas, Cataluña se ha beneficiado de una localización industrial preferente, de un proteccionismo comercial que casi le otorgaba exclusividad en el mercado español, y de una legislación laboral que le otorgaba mano de obra barata y sumisa. Algo parecido al caso de una familia que, con el sacrificio de todos, le paga a un hijo una carrera y luego él se desentiende y se avergüenza de ellos.
Asisto triste e indignado a este espectáculo de traición y desfachatez. Algunos catalanes quieren edificar un país sobre un idioma. Se trata de un idioma de cuarta categoría, de ámbito familiar y condenado a la extinción, que no les vale para nada, fuera de sus cuatro provincias. Para ellos, sería un drama que se les prohibiera hablar su odiado español; pero, momentáneamente, les basta para trazar una frontera.
No se saldrán con la suya. Fracasarán como las otras veces y espero que en su fracaso no se derrame la sangre de nadie. Los últimos acontecimientos, y más desde el atentado de la Ramblas, han mostrado que una parte de la ciudadanía catalana odia todo lo que significa España: desde el Rey, que también es su Rey, a su idioma, sus fiestas populares, sus símbolos…
El Estado está haciendo frente a la insurrección sin despeinarse, sin movilizar al Ejército, ni sacar los tanques a la calle. Pero sí debieran movilizarse más y más visiblemente las fuerzas sociales contrarias a la independencia. Aunque, ciertamente, llevan demasiado tiempo desasistidas del Gobierno y del resto de los españoles les va mucho en ello.
Pero los separatistas catalanes no son los peores. Con el beneplácito de la Constitución Española, del Congreso de los Diputados que aprobó su último Estatuto, del ínclito Zapatero, de la pasividad de sucesivos gobiernos nacionales, de la cachaza de Rajoy, de las melifluas y nunca aplicadas sentencias de los Tribunales, etc., etc., esa gente ha prosperado mucho y la cosa está como está, que es muy mal.
Pero, insisto, ellos no son los peores.
Los que me hacen vomitar son los regurgitados por los albañales de la Universidad Española, madrileños de nación muchos de ellos, que creen que el mundo empieza ahora y que ellos están llamados a reinventarlo todo, incluso nuestra patria. Viles traidores que sirviendo intereses inconfesables juegan con la integridad de una vieja y gran nación que no se merecen, enarbolando ante su chusma el ya baboseado banderín de su “democracia”, tratando de disimular así la fetidez de sus proclamas.