Por Jesús Ferrer Criado.
Quizás este artículo debería esperar hasta pasado el 1-O de este convulso 2017 y ser escrito con todos los datos en la mano; pero sería como esperar al lunes para rellenar la quiniela.
Los nacionalistas catalanes ni son tontos, ni son de otro planeta, ni son tan malvados como algunos gustan suponer. Simplemente, se creen distintos. Se creen distintos de los demás pobladores de Iberia, de Hispania, de la Península. Se creen más europeos que el resto y, por tanto, superiores. Y algunos de ellos quieren ir por libre incluso saltándose la ley.
Que la sociedad catalana es, en términos generales, más culta que la extremeña o la andaluza, es verdad. Que la sociedad catalana es, en términos generales, más próspera y rica que otras regiones españolas, es verdad. Que Cataluña, por su proximidad a Francia, está más influenciada y más cercana a una visión europea de la vida que, por ejemplo, Galicia, es verdad también.
La península ibérica es grande. Ya los romanos la dividieron en zonas sucesivamente más pequeñas para su mejor administración. Así, primero fueron sólo dos zonas: Hispania Citerior (la mediterránea, más próxima a Italia) y la Hispania Ulterior, el resto. La “frontera” era aproximadamente una diagonal trazada desde La Coruña hasta Almería.
Después de algunas otras divisiones, ya en tiempos de Diocleciano ‑hacia el 300 después de JC‑, nos encontramos dividida la península, o sea Hispania, en Gallaecia, Tarraconense, Lusitania, Cartaginense y Bética.
Roma homogeneizó durante más de quinientos años las primitivas tribus prerromanas, excepto pequeñas zonas de la cordillera cantábrica ‑los vascos‑, y en todas partes, mal que bien, sobre los primitivos lenguajes autóctonos, se impuso el latín como idioma oficial.
Por un fenómeno universal que los filólogos conocen como “substrato lingüístico”, o sea la influencia de la lengua materna sobre la que se aprende más tarde ‑sobre todo en una sociedad ágrafa‑, resulta que el latín que se hablaba en cada zona difería bastante del de otra, como ocurre actualmente con los idiomas de amplia extensión como el inglés o el español. Así se formaron en los antiguos territorios del Imperio Romano lo que hoy llamamos lenguas romances: italiano, francés, castellano, gallego, catalán…, y sus respectivos dialectos.
Es un hecho histórico que las lenguas, e incluso los dialectos, han constituido un elemento fundamental y diferencial en la formación de la identidad de un pueblo, de una comarca o de una región.
Identificar idioma con territorio, con raza, con cultura específica, con nación…, ha dado lugar a gravísimos problemas hasta nuestros días. Hitler incorpora la región checoslovaca de los Sudetes con la excusa de que sus habitantes hablan alemán. Más recientemente, Rusia reclama a Ucrania una parte de su territorio, porque sus habitantes son rusos; hablan ruso.
Cuando hace quinientos años ‑después de la larguísima reconquista durante la que se formaron en la península reinos y condados no sólo independientes sino, a veces, enfrentados entre sí‑, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, los Reyes Católicos, se casan, unen dos reinos peninsulares distintos, sobre todo por su idioma. Ambos son cristianos, ambos son hispánicos y además vecinos y aliados contra los moros. Les diferencian ciertos fueros y costumbres y, sobre todo, el idioma.
Con el paso de los años, esa diferencia sufre altibajos en su importancia, pero es un hecho que mientras la mayor parte de lo que fue Reino de Aragón, la parte más próxima a Castilla, se castellaniza, sin embargo la esquina nordeste de la península, lo que hoy es Cataluña y zonas adyacentes como Baleares y Valencia conservan, sobre todo en sus zonas rurales, el idioma tradicional: lo que hoy llamamos catalán y sus varios dialectos.
La convivencia de ambos idiomas ha sido, en ocasiones, conflictiva y no siempre los catalanes han llevado bien la indiscutible hegemonía del idioma castellano, idioma en el que se coloniza, se administra y se evangeliza, exclusivamente, el continente americano.
Solemos decir que es una riqueza de nuestro país poseer varios idiomas: castellano, eusquera, valenciano, catalán y gallego. Eso es sólo media verdad. Efectivamente, para el lingüista, para el académico y personas así es una riqueza; pero para la política unitaria puede ser un desastre.
Se quejaba De Gaulle de la imposibilidad de gobernar bien un país como Francia que poseía quinientas variedades de quesos. Imaginemos a Francia con quinientos idiomas regionales y cada uno queriendo imponerse a los demás.
Hay países como la India con multitud de idiomas, pero la propia exigüedad del respectivo territorio de aplicación les obliga a aceptar un idioma superior, común y unitario, que posibilite algún entendimiento entre tribus y poblaciones distintas.
Lo peor es el caso de Bélgica; dos idiomas: francés y flamenco ‑incompatibles‑, repartiéndose el territorio y la población. La amenaza de secesión es palmaria. Si a las incompatibilidades les añadimos un peculiar sentido de la democracia, por la cual mi derecho a decidir está por encima de cualquier obligación histórica o constitucional, el problema se complica aun más.
Por cierto: alguien debería ya definir de forma definitiva, dogmática, universal y de obligado cumplimiento qué cosa es la democracia y cuándo algo es o no es democrático. Porque lo que ya sucede es que el término ha degenerado y sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Si en Arizona, una pandilla de bandoleros detenía una diligencia y eran más los forajidos que los pasajeros, podrían argüir, después de votar a mano alzada, que los robaban y asesinaban democráticamente.
En España, la importancia del idioma en la formación de la identidad “nacional” de algunas regiones bilingües la vieron, desde el minuto uno de la actual democracia postfranquista, ciertos políticos regionales que aspiraban a una futura independencia o a chantajear al Estado con esa posibilidad.
Es un hecho lamentable que en Cataluña los traspasos autonómicos en materia de educación hayan sido usados para adoctrinar a los niños y jóvenes en los centros educativos, arrinconar nuestro idioma nacional y convertir a sus hablantes en ciudadanos de segunda. Los políticos autonómicos catalanistas han sacado tajada de su necesaria “colaboración” en la política nacional y han adelgazado progresivamente el lazo de unión con el resto de España.