Por Mariano Valcárcel González.
Referéndum. Vaya palabra antigua o latinajo sonoro.
Sabíamos que existía, porque en tiempos del general se utilizó profusamente la palabra y la acción o acciones que define. Concretamente, desde 1945, en que se institucionalizó e hizo legal el uso de este para refrendar las siguientes decisiones de alcance que el dictador habría de concebir y llevar a cabo. Así que montar y realizar un referéndum no fue ilegal en la España franquista.
Mi añoranza estriba en el recuerdo de que yo llegué a votar un referéndum.
La historia es chusca, por demás. Para el año 1966, decidió el jerarca y su corte jurídica articular una nueva ley que se añadiera a las ya anteriormente consideradas Leyes Fundamentales del Movimiento, luego Reino (que eran varias y que empezaron a redactarse por entregas desde el año 1938, en plena guerra civil). Era una ley importante, por cuanto definía y estructuraba ‑casi cerrando‑ la organización del Estado y, en especial, lo que seguiría a esos años como la misma sucesión del dictador. Se denominó Ley Orgánica del Estado y debía, por esa misma importancia supuesta, ser refrendada por la población.
Para ello, se organizó la campaña del voto afirmativo ‑claro, no iba a ser la del negativo‑, y todo el proceso electoral, con sus distritos, sus censos, sus mesas constituidas y hasta el resultado de sus votos, que sería masivamente afirmativo. Llegado el día señalado, se abrieron y organizaron las votaciones (bueno, la votación). Ahí entramos unos cuantos pipiolos, vecinos de la calle, en edad de inconsciente adolescencia quinceañera o por ahí, que, sin pensarlo dos veces, nos fuimos al colegio electoral más próximo, que se encontraba en las Antiguas Casas Consistoriales del Paseo del Mercado y, directos a la mesa electoral, indicamos que queríamos votar.
En la mesa, se encontraba un preciso muestrario del personal afecto al Régimen o vividor del mismo, señores orondos de traje de domingo o camisa azul, todavía alguno. Cuando nos vieron llegar y comprendieron lo que pretendíamos, primero mostraron caras de incredulidad o sorpresa, luego de cachondeo y sarcasmo y, al final, el supuesto presidente de mesa dijo:
—Bueno, que voten —y se desternillaban de risa—.
Y así lo hicimos y nos fuimos tan anchos, porque habíamos cumplido nuestro deber cívico. Lo importante para nosotros fue el votar; lo que fuese lo propuesto, daba igual; el hecho físico de votar era lo importante.
Claramente daba lo mismo, porque los resultados ya estarían hasta escritos en las actas y en la prensa. Era cosa sabida y soportada, ¡qué remedio!; pero nosotros, en nuestra inconsciencia o nuestro deseo de tomar parte en las decisiones públicas (qué mejor que en unas elecciones), nos dimos por afectados y también por protagonistas. Entonces, la edad de votación era la de los veintiún años; la del alcance de la mayoría de edad, que se solemnizaba cuando ibas a la mili (a algunos, era cuando los padres les permitían fumar en su presencia); edad de la que andábamos bastante distantes; pero, aún así, se nos permitió que votásemos. ¿Qué más daba y qué daño hacíamos…?
Votaciones y referéndum bananeros; desde luego, propios de cualquier dictadura que se preciase y, se ve, todavía modelo para muchos en la actualidad. Todo trata de aparentar adhesión popular a los dictados manados de las alturas y de aparentar también cohesión política y justificarse plebiscitariamente, según ratifica ‑sin duda‑ la mayoría votante (o supuestamente votante; que, si hay que llenar las urnas, se llenan de una forma u otra).
Los elementos que manejan los destinos de todos los catalanes han decidido irse por la senda plebiscitaria, sin fisuras.
Es verdad que, como los franquistas lo sabían de primera mano, ya se pusieron las mayores trabas constitucionales al sistema de votación refrendaria, pues dudaban de su verdadera utilidad para un Estado constitucional de representación parlamentaria; por eso, la derecha es tan reticente (y tiene sus razones).
Pero, como indico arriba, los del procés han adoptado las formas más adecuadas a los procedimientos bananeros. Se obvia, en principio, la legalidad vigente; pero eso no tiene importancia. Se inicia un procedimiento de legislaciones que ya prefiguran el resultado deseado (y, desde luego, el que debe salir sin remedio) y sus consecuencias. Se eliminan las circunstancias y pasos necesarios para ejercer votación de modo seguro, con garantías de libertad y de concurrencia; y, sobre todo, con certificación de exactitud, tanto en los censos de votantes como en las constituciones de las mesas y juntas electorales. Se hace campaña de dirección unívoca, a la vez que se presionan y acallan las posibles disidencias. Se precipitan los plazos. Y, sobre todo y como digo, ya se presupone el resultado que debe salir de esas ocultas ‑hasta ahora‑ urnas; el sí independentista que ‑otra de las transgresiones más flagrantes de toda esta impostura‑ da igual el techo de votantes como la proporción de síes obtenidos; con lo que, si votase solo una persona afirmativamente, ya se daría por válido y vinculante el resultado. Lo importante es votar; ahí está el meollo para ellos.
Más a lo franquista, imposible. O si quieren, esos que se dicen izquierdistas de nueva cepa, más a la cubana no se ve.
En fin, nostalgia de lo que uno solo creía que eran recuerdos de tiempos pasados.