“Los pinares de la sierra”, 52

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.- La agencia de modelos Napoli Models.

Genny y Paco se fueron al cine, pero Gracy me guiñó un ojo, alegó que ella ya había visto la película y que prefería pasear. Estuvimos un buen rato dando vueltas por el centro, y terminamos en el Heidelberg de la Ronda de la Universidad, tomando una cerveza y un bocadillo. Como yo no tenía muchas ganas de hablar, fue ella la que llevó las riendas de la conversación y me puso al corriente de su vida profesional. Me dijo que hacía menos de un año que había llegado a España, que empezó viviendo en la parte alta de la calle Balmes, con un hermano suyo ―médico psiquiatra del hospital del Valle Hebrón―, y que había probado como modelo de alta costura para Antonio Miró. No la aceptaron y comprendió que le costaría hacer carrera en las pasarelas.

El trabajo de modelo le parecía muy exigente, requería unas condiciones muy especiales y demasiados sacrificios. Unos meses después, a través de su hermano, conoció a Vittorio Bianchi, un italiano simpático, guasón, ocurrente y estrafalario, que dirigía la agencia de modelos Napoli Models. Éste le presentó a un ayudante de producción de Selene, argentino como ellos, y así fue cómo empezó a trabajar en el mundillo de las fotonovelas.

Me dijo que había tenido suerte y que Bianchi no se atrevió a engañarla impunemente como hacía con las demás. Una de las víctimas del italiano le había contado que Vittorio aprovechaba los meses más calurosos del verano para convocar un proceso de selección dirigido a captar nuevos valores, por supuesto femeninos. El anuncio decía que se trataba de rodar una película o pasar unos modelos para firmas muy conocidas. A estos simulacros de castings acudían jóvenes de todas las capas sociales, pero especialmente chicas de buena estampa, que, cansadas de soportar las groserías de viejos verdes con dinero en la barra del “Pub 240” o en las whiskerías de Sarriá, soñaban con saltar al estrellato. Vittorio las citaba a las once de la mañana en plena canícula veraniega y las hacía esperar un par de horas en la Rambla del Prat, donde tenía su sede Napoli Models. A cambio de una buena propina, el portero las mantenía a raya en plena calle, guardando la cola, apretujadas unas con otras, como un rebaño sin pastor. Algunas se habían maquillado para la entrevista y sudaban como pollos a pleno sol, con la cara llena de potingues y maquillajes.

A eso de la una de la tarde, el conserje les franqueaba el paso y las dejaba entrar una por una. Debido a la estación del año y a la calina, la mayoría de ellas iban ligeritas de ropa, sin medias y con unas insignificantes minifaldas. Bianchi las recibía en mangas de camisa, les preguntaba si tenían calor, se disculpaba porque, casualmente, aquel día no funcionaba el aire acondicionado y les ofrecía un vaso de agua del grifo. Luego, las hacía pasar a un escenario de unos seis metros cuadrados, para que dieran unos pasos bajo los focos, y cuando le parecía que había llegado el momento, las invitaba a que se desnudaran. Eso sí, con mucha educación, como un doctor que necesita explorar al enfermo antes de emitir su diagnóstico. Se acercaba, las observaba de cerca, les decía alguna picardía, pero de ahí no pasaba.

El final siempre era el mismo: «Ya puede vestirse señorita. Comprenderá que aún no puedo decirle nada, hasta que reciba al resto de sus compañeras. Rellene esta ficha con su nombre y un teléfono de contacto y, en caso de resultar seleccionada, yo, personalmente, me pondré en contacto con usted. Por hoy hemos terminado».

Con unas palabras de ánimo, un piropo atinado y un efusivo apretón de manos, daba por terminada la entrevista. Así conseguía hacerse con una valiosísima agenda para sus ligues y sus trapicheos. Unos días más tarde, marcaba el teléfono de alguna de ellas, la engañaba con falsas promesas, la invitaba a cenar en un restaurante concurrido ―porque era muy bueno que la vieran en su compañía―, tomaban unas copas en “Don Chufo” y acababan en la cama, inevitablemente. El engaño se fue consolidando hasta convertirse en norma de la casa, y el prestigio de la agencia Napoli Models subió como la espuma. A ella recurrían los rodríguez veraniegos, los ejecutivos con dinero y, en general, los que querían pasar un fin de semana en buena compañía.

―Mi caso fue distinto ―dijo Graciela―; seguramente tuvo miedo de tratarme como a una más y, para ganarse el aprecio de mi hermano, llamó a Selene y unos días después empecé a trabajar en la revista. Al principio, me dieron papeles secundarios ―casi siempre de asistenta―, vestida con cofia, delantal de puntillas y una minifalda que tapaba lo justo; pero muy pronto me ascendieron a segunda actriz. Entonces dejé la casa de mi hermano y me fui a vivir con Marisol. Allí conocí a Genny y a Ketty.

La vi muy ilusionada con su trabajo. Decía que Sofía Loren había trabajado en fotonovelas y que era muy frecuente encontrar a Rocío Dúrcal, Juan Luis Galiardo o María José Cantudo en las publicaciones españolas. Que en Sudamérica era un género muy extendido y que en España se vendían más de trescientos mil ejemplares al mes.

roan82@gmail.com

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