Por Mariano Valcárcel González.
Dicen que Trump decidió lanzarse a la carrera presidencial cuando Obama hizo públicamente un chascarrillo que al del tupé no le sentó nada bien. De ese rencor sobrevenido resultó que Trump ahora es presidente de su país.
Hay una moraleja en el caso referido: no se debe despreciar a nadie que pueda convertirse en nuestro enemigo; menos aún, si se hace públicamente.
Pasó con Baltasar Garzón, que al sentirse estafado por el PSOE de González (y en sus ambiciones personales) decidió cargar contra ellos por su poder judicial (y azuzado con complacencia por el PP). Sin embargo, no advirtió que estos no admitirían que también los tocara y el resultado ha sido la inhabilitación para la carrera judicial.
Creo que el caso Ada Colau obedece en parte al error del inicio.
Cuando esta mujer se erigió en representante de la PAH (Plataforma de los Afectados por las Hipotecas) y llegó a reunir la considerable cantidad de firmas necesaria para presentar ante el Congreso la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) legalmente establecida (con la cantidad de firmas que ello supone, que así de difícil se estableció esta fórmula de participación ciudadana) y fue llamada a comisión (no al pleno, como debiera haber sido) para defenderla y explicarla, allí se le ninguneó de la forma más altanera y prepotente imaginable por los capitostes bancarios (secundados por sus amigos del PP), burlándosele en plena cara; con ello, no seguían más que la costumbre de connivencia práctica entre los poderes financieros y afines, que seguían considerándose por encima del bien y del mal y, perdóneseme la expresión, con el sacrosanto derecho de seguir ejerciendo el de pernada sobre los más débiles. E intocables.
Como se va demostrando poco a poco y gracias a abogados y jueces decentes, esto empieza a cambiar (y ya algunos hasta se suicidan por ello) y el tema de las hipotecas se muestra radicalmente injusto, abusivo y de una usura consentida y alentada desde el más alto nivel e institucionalizada (para así darle apariencia legal). Así que esta mujer, siguiendo sus esquemas de activista popular, cuando se decidió a actuar dentro de una supuesta legalidad que estaba autorizada, la ILP, creo que lo hizo con cierta ingenuidad, pero siguiendo las normas establecidas; recibiendo por el contrario la chufla y el desprecio en público.
¿Qué se consiguió con ello? Lo que hoy día todos conocemos: llevarla a ser la alcaldesa de la segunda capital de España (y primera de Cataluña). La moraleja del cuento se ha cumplido.
Sí, el rencor al igual que la fe mueve montañas, y Ada Colau se puso a mover las montaña de Montjuic y se alzó sobre tanta burguesía de bien y posibles, y de ocho apellidos catalanes como abundaba en Barcelona.
Se le ha presentado la oportunidad y la aprovechó sin titubear. Ahí va con su batiburrillo de ideología populista, mezclada con ecos libertarios, y aliñada de tics nacionalistas, un sí y, un tal vez, independentistas. Y su antimilitarismo de manual (o anti españolismo rancio) y un equipo de asesores sacados de los restos de los naufragios revolucionarios sudamericanos o tintados de utópicos mitos y caudillajes extinguidos o ya muertos.
Los prepotentes y en extremo egoístas capitalistas salvajes siempre consideraron (y consideran) que los demás habitamos en su cortijo (y somos todavía como aquellos de Los Santos Inocentes) y nos pueden seguir sacando, chupándonos todo; y, por ello, en su ceguera, no vieron o no quisieron ver lo que la Colau representaba. Y, sin embargo, acá está ella y posiblemente otros peor que ella. Pues precisamente y como consecuencia de esta falta de cálculo consustancial a la prepotente derecha institucional, cuando los dirigentes catalanes tuvieron la ocurrencia de modificar su Estatuto, se les respondió con una agresiva campaña de desprecio y ninguneo, declinando o impidiendo algunas concesiones que contenía; y que, de haberlas dejado correr, tal vez ‑y repito, tal vez‑ hubiesen podido impedir la deriva que hasta acá se ha llevado; al menos, se les podría haber echado en cara, a esos dirigentes catalanes, lo que habían conseguido (y por lo que no podrían, legítimamente ni éticamente, protestar ahora).
De aquellos panes se hicieron tortas y del rencor una cuestión ya de “sentimiento de agravio” que no decrece, porque el rencor es muy fácil alimentarlo. No, no soy tan tonto como para hacer de este discurso un mantra o una seguridad absoluta, porque de los actuales políticos del independentismo ya se puede esperar cualquier cosa por muy irracional o inverosímil que parezca; que a la vista está que ya no hay barreras para ellos, y no puedo afirmar que, si el Estatuto se hubiese mantenido en su integridad, no se hubiese seguido en esta carrera imparable hacia el desastre.
Bien; es una cuestión que debatir. Sin embargo, deberemos admitir que el rencor (que no el odio) es un motor muy potente. El rencor tiene bases reales de humillación (o supuesta humillación) y de agravios; y, por ello, quienes lo padecen creen tener justificación para llevarlo encima. El rencoroso no descansa hasta que cree que el sujeto de su rencor ha sido vencido, de una forma u otra, pero vencido. Por eso, históricamente se han dado demasiados casos en los que el rencor ha generado sujetos que han llegado hasta los límites más insospechados, arrastrando tras sí a poblaciones, a países enteros en sus delirios vengativos.