“Los pinares de la sierra”, 50

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Cena en Casa Darío y fiesta en Quilombo.

Cenamos en “Casa Darío”, en la calle Consejo de Ciento, entre Aribau y Enrique Granados. Como buen gallego, Darío era un modelo de trabajo, bondad, inteligencia y comprensión; hacía poco que se había casado con Manolita y sabía hasta donde llegaban nuestros escasos recursos económicos. Nunca trataba de ponernos en el compromiso de pagar una cuenta disparatada; al contrario, nos recomendaba platos sabrosos a muy buen precio, y al final nos obsequiaba con algún detalle por su cuenta. Aquella noche tomamos calamares a la romana, lacón con grelos, pulpo a la gallega y pimientos de piquillo. A las chicas les gustaba aquel restaurante, sobre todo por el postre: cañitas de Lugo, tarta de Santiago y una copita de vino de “Meus amores”, del que Darío nos dejaba la botella para que pudiéramos repetir más de una vez.

Desde allí fuimos paseando hasta el pub Quilombo que regentaba Tony, “El divino calvo”. Tony era un tipo alto y espigado, al que le encantaba jugarse el cubata con los clientes, echándoles un pulso y que yo sepa nadie le ganó. El Quilombo era uno de los rincones más concurridos de Barcelona en aquel tiempo. A los que como yo, no estábamos acostumbrados a vivir la noche barcelonesa, nos sorprendían las fiestas que se montaban en aquel minúsculo local, sin mesas apenas, con la gente sentada en el suelo o en unos pequeños pufs de piel, sucios y deslustrados. Las parejas se apretujaban como sardinas en lata, fumando sin parar, y bebiendo cubatas y cervezas.

Cuando la canción era conocida, todo el mundo acompañaba a los artistas cantando a coro las melodías sudamericanas, que estaban de moda en aquel tiempo: El pájaro campana, Mis noches sin ti, Lamento borincano, Memorias de una vieja canción… Todos aplaudían, disfrutaban del ambiente y se lo pasaban a lo grande. Llevaríamos allí una media hora, cuando Graciela se acercó a un chico moreno y espigado, que tocaba la guitarra como los ángeles, y le dijo al oído alguna cosa. Él levantó la mano, se hizo el silencio y Gracy empezó a cantar “Lucía” de Joan Manuel Serrat, acompañada por él a la guitarra: “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí… ―pensé que me dedicaba aquellos versos porque, mientras cantaba, me miraba con ojos insinuantes―: Perdóname, si aún busco en la arena, una luna llena arañando el mar…”. ¡Fue una noche inolvidable!

Era casi la una de la mañana cuando nos marchamos y, para que me dejara en paz, tuve que prometerle a Paco que seguiría un par de meses en Edén Park; pero también le dije que, si las cosas no salían como pensaba, dejaría la venta cuando empezara el curso.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta