Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- La Paloma, un salón de baile en la calle del Tigre.
Estábamos a finales de julio y Barcelona era una ciudad alegre y animada. Se había levantado un vientecillo fresco, procedente del mar, que jugueteaba con los vestidos de las muchachas y les hacía cogerse los vuelos de la falda en un gesto coqueto y femenino. Isidro y Ketty subieron delante y Graciela y yo ocupamos el asiento trasero de un descapotable de color plata. La Gran Vía hervía de jóvenes melenudos con pantalones acampanados y camisetas de manga corta. Había grandes colas en las puertas de los cines; las terrazas se veían muy concurridas y las discotecas atravesaban su mejor época. Entonces se vivía muy bien en Barcelona.
Acabamos en “La Gran Muralla”, el restaurante chino de la calle Casanovas, en donde se cenaba por muy poco dinero. Era un local con el público mezclado: sentados en las mesas había de todo, pero de cuando en cuando encontrabas a conocidos personajes de la prensa, la radio o el espectáculo, aficionados a la cocina china. María, una señora muy amable y con un exótico acento oriental, saludó a Isidro y nos acomodó en una mesa redonda, al fondo del local.
A los pocos minutos, llegaron los demás y, como era la primera vez que yo pisaba un restaurante chino, me dejé aconsejar. Tomamos rollitos de primavera, arroz tres delicias con salsa de soja, sopa de aleta de tiburón, fideos chinos, pollo agridulce…, etc. Al final, María nos invitó a una copita de un licor parecido al aguardiente, de una botella que tenía unos gusanos y un lagarto en el interior. Aunque lo bebí con cierta repugnancia, aquello me acabó de animar. Aparte del bocadillo de jamón que había tomado por la mañana en compañía de los señores Recasens, no había probado nada más en todo el día. Solo las cervezas de “Los intocables”, a palo seco.
Una de las chicas propuso que fuéramos a bailar a “La Paloma”, un icono de la noche barcelonesa y una joya modernista, patrimonio artístico de la ciudad. Desde fuera, la sala parecía una nave industrial ―antes de inaugurarla como salón de baile, fue la fundición en la que se forjó el monumento a Colón que preside el puerto de Barcelona―; pero, cuando traspasamos las cortinas rojas de la entrada, la nave se transformó en un salón de ensueño, con una lujosa decoración de estilo francés, una gran lámpara dorada en el centro de la pista de baile y las pinturas del techo de Salvador Alarma y Miquel Moragas. Los relieves y las molduras brillaban como el oro, los palcos se volcaban sobre el escenario, y las sillas y sofás aterciopelados llamaban la atención por su magnificencia y esplendor. “La Paloma” tenía los mejores precios, la clientela más variopinta y una orquesta que bordaba los boleros y el “cha–cha–cha”. Sonó un tango, Gracy me cogió del brazo y salimos a la pista. Acercó su cara a la mía, y yo pasé mi mano alrededor de su cintura, sin creerme lo que estaba viviendo aquella noche. Como en un sueño, acaricié aquella piel suave, cálida y morena, y ella envolvió mi cabeza entre sus brazos.
―Me vas a volver loca ―eso me soltó, junto al oído—.
Era la primera vez que nos veíamos y ―ustedes me dirán―, no supe qué decir. Paró la música, volvimos a la mesa con los demás y allí, delante de todos, me dio el beso más apasionado que me han dado en mi vida. Isidro y los otros se echaron a reír, en especial mi amigo Paco, al que le hizo mucha gracia ver mi cara de asombro, ante la situación.