Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.-A la espera del señor Recasens.
Entre unas cosas y otras, se nos hizo excesivamente tarde y, al día siguiente, llegué al banco sofocado, con un humor de mil demonios y quince minutos de retraso.
―Buenos días, jovencito, ¿se le han pegado las sábanas esta mañana?
El señor Manubens tenía un arte especial para envolver sus palabras en un paternalismo insoportable.
―No se preocupe; no volverá a suceder.
―Así lo espero, jovencito, así lo espero.
Sonrió, absurdamente satisfecho de su autoridad, y yo no me sentí con fuerzas para contestarle. En definitiva, solo era un viejecito pegado a su mesa en cuerpo y alma, y yo una persona que el día anterior había ganado lo que él seguramente no ganaba en un mes. Acababa de conocer a una muchacha deliciosa, y me había corrido una juerga como él jamás hubiera podido imaginar. Me habría gustado tener la gracia y el talante de Paco, para haberle contestado con alguna de sus frases tan ingeniosas; pero yo no era tan ocurrente y no me apetecía ponerme a discutir con el señor Manubens.
En definitiva, lo que yo quería era que llegara la tarde, cuanto antes, para firmar el contrato de las dos parcelas que había vendido la mañana anterior, y volver a ver a Gracy, que había quedado en pasar por la oficina, para ir a tomar unas cervezas y algo de picoteo. En realidad, lo que había ocurrido entre nosotros no se correspondía con la idea tan romántica que yo tenía de una relación formal entre un chico y una chica. Si bien habíamos vivido una experiencia excepcional, hubiera preferido una relación menos intensa con una muchacha a la que acababa de conocer. ¿Qué había ocurrido en realidad? Pues que el domingo había sido mi día de suerte y que estaba en esa edad maravillosa de la vida, a la que el diccionario llama juventud. «Carpe diem, Javi», me dije. En cualquier caso, sentado en mi puesto ante el mostrador del banco, caí en la cuenta de que debía estar contento con lo ocurrido, y satisfecho por haberme dejado llevar por un amigo, tan distinto a mí, pero que sin él no hubiera pasado un día tan excitante, ni hubiera conocido a aquella chica con la que me encontraba tan a gusto. Gracias a Dios, la mañana no fue muy agitada; miré varias veces al reloj y, al llegar la hora, salí el primero de la oficina. Necesitaba descansar y cambiarme de ropa para recibir a los señores Recasens.
Me eché un rato, después de comer, me di una buena ducha y, aunque habíamos quedado a las siete, poco después de las seis ya estaba yo en las oficinas de Edén Park, para que el señor Bueno me indicara cuál era mi papel en el momento de la firma. Me dijeron que estaba ocupado con los clientes a los que les había tocado el sorteo y que me esperara en la sala de ventas. Lo vi entrar y salir un par de veces, de la sala de firmas a secretaría, con una carpeta bajo el brazo. Se había vestido para la ocasión con un traje gris marengo, muy elegante, camisa blanca y corbata azul con topos blancos. Me pareció verlo muy nervioso, acalorado y molesto; no dejaba de fumar y hacía cara de preocupación. No le dije nada y esperé a que llegaran mis clientes, tal y como me habían dicho. Por fin, unos diez minutos antes de las siete salió de la sala con el matrimonio del sorteo, los felicitó por la compra realizada, los acompañó hasta el ascensor, estrechó su mano varias veces y se deshizo en atenciones con ellos.
―Espero que sus clientes no sean tan complicados como los que se acaban de marchar ―dijo, mientras repasaba el paquete de letras firmadas y aceptadas―. Tres veces hemos tenido que reformar el contrato. Y eso, a pesar de que les había tocado el sorteo.
Como vio que no acababa de entender lo que decía, me explicó lo ocurrido con todos los detalles.
―Mire, Aguilar; la gente sube a visitar nuestra urbanización, porque les regalamos un reloj, porque piensan disfrutar de una mañana en el campo, y porque la excursión no les cuesta ni cinco. ¿Lo entiende? Pero, poco después, empiezan a animarse: una copa de más en el almuerzo, el ambiente que se crea en la finca, los constantes gritos de los vendedores y el sorteo, como colofón, hace que muchas familias se contagien del ambiente e intenten comprar lo que no pueden. Mientras están con nosotros, no hay problema; pero al llegar a casa se sienta uno frente al otro, miran con detenimiento el papel que han firmado y caen en la cuenta de que al día siguiente, lunes, deben sacar de la cartilla setenta mil pesetas. O sea, casi todo su capital. Ahí empiezan las dudas, señor Aguilar, y mis problemas para firmar los contratos. Por eso, es tan importante apretar en finca y dejar un margen de maniobra para el despacho. Esta operación estaba pactada con una entrada de noventa mil pesetas y veinticuatro letras mensuales y correlativas de seis mil. Pues bien ¿sabe cómo ha quedado?