Crónicas de la soledad, 05

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

El local estaba lo que se dice “a reventar”…, como en todos los sábados lo estaba.

No era de parar, porque es que no se podía, ni el jefe lo permitía. Que entre la semana era de un puro aburrir, apenas se vendía nada y, sin embargo, se había de aguantar mucho. Que ella ya no sabía si era mejor un fin de semana a tope que una entresemana de tedio y de estar en la barra con el merluzo de turno, allí, como soldado al taburete.

Un trabajo como otro cualquiera, ¿a qué cuestionárselo?, si no había dónde elegir… Camarera de pub. Bueno. Muchas horas, nocturnas la mayor de su parte, que le dejaban medio día libre. Medio día para aprovechar, ¿en qué? Si hubiese estado estudiando, como otras compañeras que había conocido, si llevase a su cargo una casa, casos que también conocía, tal vez esas horas libres las podría aprovechar (o le servirían para reventar del todo); pero no había tal cosa.

Solo para pensar y pensar y darle la vuelta a lo mismo y no salir del pozo en que estaba metida. Pensar y pensar y recordar, que era penar. Recordar lo que no debía y por mucho sicólogo o sicóloga que había visitado, que la habían atendido, aquello estaba pegado a ella para no abandonarla jamás.

De una infancia infeliz, sin cariño ni atención alguna, pasó a una adolescencia peor. El peligro la rodeaba y, cuando se dio cuenta de ello, ya era demasiado tarde. En su misma casa. Con su misma familia. La madre consentía los apetitos asquerosos del padre, que se centraron en aquella niña menuda, pero bien formada y de belleza indiscutible. Y fue aguantando lo que sin entender le venía encima. Y callándolo. Hasta que todo llega a su límite, pues ni el mal se puede soportar infinitamente; había que dar fin a aquello y contaba consigo misma y nadie más. Así que la rabia, el odio y sobre todo el asco le dieron forma a su violencia y su violencia fue una mano vengadora y un cuchillo bien afilado. Certera mano, eficaz cuchillo.

¡Ah, baño de sangre negra, caliente! Lo peor no fue verlo ahí, con los ojos desorbitados de estupidez absoluta. Lo peor fueron los gritos de su madre llamándola asesina, mientras se agarraba al hombre que ya era cadáver. Se la llevaron a un centro de menores, catalogada de peligrosa. Encerrada en sí misma, pasó sus años de internamiento. No necesitaba a nadie, no quería la compañía de nadie, intuía que estaría más a salvo así que dejándose influir por los de su entorno, muchos ya podridos para la sociedad. Carnes de cañón. Sí, ella podría serlo también, pero no pensaba caer tan bajo. No tan bajo como su madre.

Con esa experiencia, quedó en la calle. Y con notas facilitadas por el equipo de reinserción para que buscase algún lugar de trabajo; su historial de violación y abusos sufridos le sirvió, al menos, para que se interesasen por su caso en los servicios sociales. Mas las ofertas de trabajo, más que ofertas eran saldos. Volvió a experimentar la náusea en alguno de los intentos, pues los hombres, por lo general, de inmediato se creían con la autorización suficiente como para irse a por la muchacha que les llegaba, fuese cual fuese el trabajo asignado; todos sin cualificar, desde luego.

El mercado laboral, difícil de por sí para cualquiera en estos tiempos, se tornaba más todavía si se le añadían sus dos “agravantes”, o sea, haber sido una homicida y ser una mujer. Así que se tenía buen cuidado en no dar muchos datos sobre sí misma y en no resultar demasiado llamativa. Pero había circunstancias en que esto no se podía evitar; primero, porque los servicios sociales, cuando le buscaban algún trabajo, daban más información de lo que hubiese sido deseable para ella; y, también, porque para algunos de los puestos se reclamaban chicas de buen ver (en efecto, para el pub donde al final estaba colocada).

Ella vivía en su lucha contra el mundo. Y no le faltaba razón. Pero no derivaba en una violenta explosión; eso ya lo había vivido y le repugnaba. Su defensa era su coraza. Cada día más gruesa. Quienes la trataban en el pub no lo sabían, ni quería que lo supiesen. Para el último patrón, era eficiente y resolutiva; podía con la labor asignada y no se quejaba. Servía ocasionalmente mesas, pero lo suyo era la barra. Ahí se sentía protegida y, por lo tanto, dentro de cierta muralla. Rápida y con media sonrisa siempre presente, que pudiera semejarse a la enigmática Gioconda, iba y venía manejando los vasos, los hielos, las botellas de licor… Ahí lo pedido, ahí la nota, acá el cobro y poco más a añadir. Quien la observase detenidamente detectaría cierta cadencia de autómata.

Los pesados de turno nunca faltaban; todavía peor y más pesados, cuando el alcohol hacía su trabajo. Los pesados de barra de bar o güisquería, o pub, siempre terminan con la misma mala baba, cuando quien les sirve es una chica agraciada; ella era más que agraciada, era un bellezón por descubrir, por pulir o por explotar, dependiendo de quien fuese su descubridor. En la barra de un pub semioscuro y con los sentidos espesos por el alcohol, pocos se podrían dar cuenta de eso. No veían más que un objeto de deseo para un rato de impotencia. No la veían en realidad y ella que lo agradecía. Tenía arrestos y habilidad para quitárselos de encima, con una dulzura engañosa. Sabía, por experiencia, que lo peor que podría ocurrir era que se sintiesen ofendidos o humillados. Ella no era nadie. Ni a nadie debía interesarle. Ella solo era la chica de la barra que, ocasionalmente, les servía una copa. Nada más.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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