Por Fernando Sánchez Resa.
La férrea vigilancia que padecimos al principio se fue atenuando con el tiempo, gracias a nuestro buen comportamiento. Cuando llevábamos poco más de una semana, empezamos a salir (poco a poco) a la plaza del pueblo, que estaba frente al cuartel, y a las calles adyacentes. Mi mayor esparcimiento, tras el duro trabajo diario, era pasear en la noche por las oscuras calles de Martos, durante horas enteras, a la luz de la luna…
Hasta que nos dejaron salir toda la noche, sabiendo que teníamos que estar a la mañana siguiente a la hora de pasar lista. Entonces fue cuando emprendí mis correrías sin que nadie me siguiera. Repartía mis noches entre el hospital, el asilo, la casa de unos sacristanes y visitando a derechistas conocidos que me enteraban del curso de la guerra. Los sábados, iba a casa de la respetable señora Manuela de la Rosa para confesar y asistir al santo sacrificio de la misa (cuando lo podía celebrar), pues allí se juntaba mucha gente, ya que en Martos todos los sacerdotes habían sido asesinados y no quedaba ninguno…
Solamente celebré misa el 13 de noviembre (domingo) y el día de la Purísima Concepción, porque no tenía el misal; hasta que encontré un Liber usualis http://es.wikipedia.org/wiki/Liber_usualis (‘Libro de uso’) en la sacristía del hospital. Había de todo, menos ornamentos para el sacerdote: corporales y purificadores; manteles para el altar, que era una hermosa mesa de mármol donde teníamos el santo Cristo y una bonita imagen de la Santísima Virgen del Carmen con Santa Teresita; una copa muy bonita que me sirvió de cáliz; un finísimo platito de cristal hizo las veces de patena; las hostias las hacían las Hermanitas del hospital; y el vino para consagrar lo enviaban las hermanitas del asilo, puesto que todavía conservaban un barrilito de antes de la revolución…
Como muchos de los soldados dormían en sus casas, yo aprovechaba la víspera de celebrar la santa misa y me acercaba a la mencionada casa para confesar a las muchas personas que allí se congregaban y, allí mismo, me acostaba. Luego, me levantaba temprano, celebraba la santa misa y daba de comulgar a todos los asistentes. Después, daba gracias al Señor, desayunaba y salía de la casa como si no hubiese pasado nada…
Cuando salíamos formados para trabajar en el campo, aquella familia nos miraba tristemente desde el balcón de su casa, compadeciéndose de los tiempos y pruebas que estábamos viviendo: ¡Tener que ir a trabajar los domingos y días de precepto…!
Torre del Mar, 2 de mayo de 2015.