Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
La continuidad de la vida se materializa en el legado de nuestras obras. Si son obras escritas se puede alcanzar la inmortalidad. Y si se trata de poesía se puede llegar a lo sublime. Eso lo entiende muy bien Ramón Quesada en este artículo, que hace un juego de malabares, cual si fuera encaje de bolillos, armonizando vida y muerte. De los poetas, claro, que son los únicos que dan vida a la muerte. Y viceversa.
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Nunca es tarde ni pronto para escribir de los poetas. Ellos tienen un mundo distinto, vida de ilusión cantada y muerte elegante y envolvente. Y pienso que ha llegado el momento de hacerles honor a su entrega y a su dicha. Ahora, cuando escribo, ha muerto un año. Al final, ha sido un año triste para los poetas, pues el otoño, cuando moría, se llevó consigo a Gloria Fuertes, poetisa de Madrid y según comentaban de los niños, a José Vico Hidalgo y a Manuel Martell López, los dos hijos de la ciudad de Úbeda, de nuestra Úbeda. En la ciudad azteca, en el México lindo y querido, la muerte no muere. Y si la muerte vive, los poetas… muertos, ¿qué es de los poetas muertos?
Allí, en aquellas tierras hermanas, los poetas deben tener un sentido distinto, pues una vez al año, en el suelo y en el cielo azteca, se celebra la muerte entre los vivos. Cada otoño los mexicanos invitan a sus difuntos ‑y a los poetas que ya no riman‑ a que compartan con ellos el calor de la lumbre, antes de regresar de nuevo al lugar donde la muerte y el frío reinan, donde los versos tienen viso de calavera muda y donde los poetas conversan sin palabras. Y entre la vida bulliciosa y brillante, y la muerte silenciosa y oscura, las veladas entre unos y otros ‑poetas vivos en el recuerdo y poetas muertos en las lágrimas‑ tienen lugar en las noches de otoño, de noviembre más bien, haciéndolo las mujeres en el panteón de Jenitzio, en Michoacán, “encuentros” de pensamientos hacia los muertos que son de amor; y los ritos fúnebres reflejan el llanto seguido de fiestas y juergas con madrigales en silva, sin reconcomio. Y es que en México, los mexicanos saben bien que el dolor de la ausencia no se puede olvidar; pueden, no obstante, vivir con él en estas fechas, cuando el año muere y nada les es más hermoso que estas convivencias entre la vida y la muerte.
Estos dos poetas de Úbeda supieron mejor que nadie de esta tierra analizar de su latidos y hacerlos vivos con estricta belleza. Música romántica, goteo de Mozart, Tchaikoski, Albéniz… fue cayendo sobre el drama del ser y del vivir, sujetos a un diseño moderno y al enérgico hálito de Dios. Dos hombres, dos hacedores de versos que, a mi entender, de no haber nacido, el mundo se hubiese preguntado por qué. Yo me lo pregunto ahora que los echo de menos.
Los poetas cantan cuando mueren y lloran cuando viven. Dentro de su universo, cada día tiene para ellos luz propia y cada rosa tiene su color y su perfume. Por eso, no intentemos no buscarles ni en las sombras ni en los jardines donde las flores están mustias, pues daremos con respuestas sin orden ni sentido, porque allí no habrá ni un solo poeta que nos espere. El «ocultamiento progresivo del hombre» que denuncia Miguel Delibes, y la “Música callada” y la “Soledad sonora” de Antonio Gala, esos son, así son los poetas; o… «soñadores, pues, de lo que queda», de Unamuno.
Antonio Vico, Manuel Martell…, he aquí dos poetas de mi pueblo a los que no podré abrazar otra vez. Vico me dijo que yo era un escritor de raudos vuelos. No acertó. Martell, que yo era artífice de pluma diestra. Tampoco su dardo, de amistad, dio en la diana. Todo fue dicho con cariño y con certeza inaceptada. Ahora ninguno de los dos habita ya entre los vivos, para desesperanza nuestra, de los que los queríamos.
El año ha muerto. Silencio en los poetas. Irse… Pero estos, claro, en otro momento; será otro tema…
(06‑01‑1999)