Las otras Úbedas

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Comparto con Ramón Quesada el hecho de que no es suficientemente conocida, claro está que por falta de difusión, la participación de los hijos de Úbeda en la colonización, con el consecuente trasvase de cultura, en el Nuevo Mundo. Personajes que se obnubilaron con el señuelo de “el dorado” que les esperaba al otro lado de “la mar océana” y que no siempre colmaban las perspectivas previstas.

Es de destacar también, en el artículo, el modelo cultural que se dibujaba desde la otra orilla, tanto de Úbeda como de la “vieja Europa”. Presunción que ha permanecido hasta nuestros días.

Digo en uno de mis libros: «En muchas ocasiones, no han sido los nativos quienes han tratado ‑y a veces conseguido‑ hacer de los pueblos ejemplo para orgullo de propios y extraños. Otras, por derecho de origen, de nacimiento, han sido nuestros hombres los que han transferido a las gentes de lejanos países una significativa estela de las costumbres de sus pueblos, su religión, sus principios y su condición sociocultural y consta, con frecuencia, de dejar la propia vida en el empeño. Entre estos hombres, uno de Úbeda y otro no, tenemos a Andrés de Valdivia y a Luis García‑Rivera Pérez, militar uno y médico otro».

Según los datos que hasta nosotros llegan, Andrés de Valdivia fue un hombre más bien caído en desgracia. Empezando por el final, como ocurre en determinadas películas, diré que hacia 1591 murió entre espantosos tormentos asestados por quichuas y huancas durante una de las excursiones para seducir a lo indios de los territorios situados entre los ríos Cauca y Magdalena, asentamiento de una raza tan belicosa como la chincha. Fue colonizador de las Indias Occidentales y fundador de la aldea de Úbeda en la Loma de Noaba, en la región que se llamó Nueva Granada, en Perú.

Fue Valdivia un hombre de lucha, un patriota, un político y un guerrero al que lo primero que se le ocurrió, pese a las hostilidades de los indígenas, fue poner el nombre de su pueblo y enarbolar la bandera española en unas tierras vírgenes, cuando se encontraba ya en la plenitud de su vida.

Malvendió sus bienes y originó penurias a su familia. (Dice Jules Renard, literato y autor dramático francés: «A la sombra de un hombre célebre, hay una mujer que sufre»). Reunió hombres y pertrechos y fletó navíos, dirigiéndose al Nuevo Mundo como capitán general y gobernador de la región de Antioquia. Su mujer, Juana de Loaysa, que vivía pobremente con tres de sus hijas y otras tantas hermanas, en 1580 y luego de haberse gastado su marido ‑siempre en servicio de Felipe II‑ sus fondos propios, que vendió en Úbeda, y los que les dejaron su cuñado y otros familiares, murió en la indigencia, en Los Remedios, Colombia.

Casi cuatro siglos después, también en tierras del continente americano, un hombre, captado por los atractivos que dice hallar en Úbeda, pone a su hogar el nombre de la ciudad que con tanto cariño le acogió.

En una carta cursada en Miami, de fecha 5 de septiembre de 1977, dirigida a mi persona, Luis García‑Rivera Pérez me comunicaba: «Cuando salí de Úbeda, pensé que una forma de honrar a la ciudad en la que tan feliz vivimos mi familia y yo, y de tener más presentes los afectos allí logrados, sería colocar su nombre donde quiera que estuviese mi casa, que es la suya y de los ubetenses. De esta forma, al ver el rótulo (está colocado sobre la puerta principal) de “Casa de Úbeda”, cada vez que entro y salgo, es un poco estar allí, rodeado de todos y todo lo que significa tanto para mí y para los míos».

Luis García‑Rivera Pérez es un cubano nacido en La Habana, en 1943, llegado a Úbeda en 1975 y que, sólo en un año, encuentra motivos para decir que aquí echaría raíces y que crecerían con el calor y la amistad de su gente. En 1976 se marcha a Miami para acercarse a su patria, habiendo tenido las últimas noticias de él y de su familia en agosto de 1987. «Sigo añorando a Úbeda, sigo siendo de ella y su nombre estará siempre sobre mi puerta», me decía.

«Un hermoso final es lo único que no se puede quitar a un hombre de grandeza, de raza», asegura el filósofo alemán O. Spengler.

Andrés de Valdivia, en el siglo XVI, y Luis García‑Rivera, en el XX, enaltecieron así al pueblo que a uno le hizo hijo y al otro le trató como tal. Y, si poner el nombre a una calle requiere de ciertos trámites, un motivo, un acto, unas palabras y unas lágrimas de los familiares del homenajeado, llevar el nombre de la ciudad en la que uno vio la luz a uno de los más apartados lugares de la tierra, sin otros menesteres que la voluntad, sin otras causas ni justificaciones que el deseo hecho amor, y así porque sí y por recuerdo, aparte de engrandecer a los hombres que lo hacen, debe ensanchar los ánimos de quienes se han sentido y se sienten patriotas de primera fila. Y, si salir a la calle, en opinión de J. Pasquau, es entrar en un orden con normativa propia, abrir la puerta del pueblo que con el nombre del nuestro ha sido fundado, debe constituir también una elevación de categoría emocional; un ponerse la piel de gallina, presumir sobre todo y un sentirnos proyectados hacia la gratitud más sólida.

Creo que no sería justo, ahora que hablamos de los pueblos, terminar este trabajo, que escribo desde mi dilecto pueblo, donde disfruto de mis vacaciones, de mis amigos y de mi familia, sin citar siquiera el hermanamiento de Úbeda con la ciudad francesa de Lege Cap Ferrer. Pero de la importancia del hecho y del porqué, me ocuparé otro día.

(18‑08‑1989)

 

almagromanuel@gmail.com

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