La familia de Carlos IV

Por Juan Antonio Fernández Arévalo.

(Francisco de Goya)

Pierde el tiempo quien pretenda adscribir a Goya dentro de un movimiento artístico concreto. Ni siquiera en un mismo periodo es posible etiquetarlo, porque observamos que cambia permanentemente, que mezcla estilos, que inventa formas distintas de pintar que nadie hasta él había descubierto.

En el artículo anterior, ya destacamos que no fue, precisamente, un pintor precoz; incluso fue desestimado en dos ocasiones en su intento por ingresar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Su viaje a Italia, donde obtuvo un buen reconocimiento, y su matrimonio con Josefa Bayeu, hermana de los pintores Francisco y Ramón Bayeu, le abrieron las puertas como pintor de cartones para la Real Fábrica de Tapices de Madrid y como pintor del rey, más tarde. Durante esa etapa, hizo un lento pero fructífero aprendizaje, siempre con la mirada puesta, desde luego, en su gran maestro en la distancia temporal, Diego Velázquez.

Devoró estilos: naturalismo social (El albañil herido), rococó (La gallina ciega), neoclasicismo‑academicismo, romanticismo, impresionismo…; pero nunca se detuvo y, posiblemente, ninguno de los movimientos citados los adopta en toda su plenitud, aunque participe de ellos.

El retrato le liberó de esa sumisión a los cartones. Importantes personajes desfilaron por su paleta hasta conseguir una profundidad psicológica que pocos pintores han logrado obtener de sus modelos. Y, aunque en cada retrato destila amistad o enemistad, más o menos manifiesta, más o menos sutil, hacia la persona que retrata (Jovellanos y la duquesa de Alba versus María Luisa de Parma, la reina, y Fernando VII, por poner notorios ejemplos de simpatía o antipatía), nadie podrá negar que, como retratista, es completamente genial, por la verdad que extrae de cada uno de los personajes que pinta[1].

Esa cantidad de retratos que hizo en los años 90, sobre todo, fue la antesala de la gran obra maestra que ahora comentamos: La familia de Carlos IV; que, en opinión de Valeriano Bozal, es resumen y síntesis (y culminación, digo yo) de los retratos anteriores. Ya era primer pintor de cámara cuando pintó este cuadro excepcional[2].

Ha sido tan extensa la literatura vertida en la comparación entre los distintos retratos de las familias reales, que es obligado hacer una alusión a ellas. Me refiero, claro está, a La familia de Felipe IV (más conocida como Las meninas), de Diego Velázquez; La familia de Felipe V, de Louis-Michel Van Loo; y La familia de Carlos IV, pintada por Francisco de Goya.

Francisco Calvo Serraller, en colaboración con Juan Pablo Fusi, han escrito un libro, El espejo del tiempo, en el que C. Serraller, historiador y crítico de arte, dedica varias páginas a las obras citadas, estableciendo sus diferencias sustanciales.

En efecto, La familia de Felipe IV (Las meninas) se desarrolla en un amplio espacio, vertical y horizontal, propio de las composiciones barrocas, ya iniciadas en algunos manieristas (Tintoretto, El Veronés), con un personaje destacado en el centro del cuadro, la infanta Margarita. Van Loo, por su parte, representa a toda La familia de Felipe V. Ya había fallecido la primera esposa del rey, María Luisa Gabriela de Saboya, y ahora ocupa su lugar la todopoderosa Isabel de Farnesio, cuya notoriedad es manifiesta en el cuadro, muy por encima del propio rey, apocado y débil. Y todo ello, en una composición ondulante en la disposición de los personajes, según Calvo Serraller, y en un estilo, añado yo, en el que se mezclan, de alguna manera, el barroco tardío (por su amplitud espacial), el rococó (por el refinamiento y lujo exhibidos) y un academicismo que anuncia el neoclasicismo próximo[3].

 

En La familia de Carlos IV, sin embargo, Goya limita el espacio hasta producir una atmósfera asfixiante con tantos personajes en una reducida habitación (o parte de ella)[4].

El cuadro fue pintado por Goya entre 1800 y 1801, por encargo de la casa del rey, en el palacio de Aranjuez, tomando como base unos dibujos individuales que después pretendía encajar en la composición final de la obra. Su admiración por Velázquez es tan grande que él también se pinta, si bien de forma más humilde y desapercibida, envuelto en las sombras del fondo. Pero me temo que ahí queda toda la similitud con el pintor sevillano. La composición de La familia de Carlos IV tiene una alineación vertical, propia del neoclasicismo, sin ninguna profundidad, con un conjunto de figuras apretadas entre sí, como si fuese una instantánea fotográfica en el fondo de la pared de la sala, muy propia de las familias burguesas. Pero esa composición, que podríamos tildar de neoclásica, donde no hay profundidad ni perspectiva, tiene otros valores. En efecto, el pintor aragonés se aparta del neoclasicismo, donde predomina el dibujo, para dejarnos una instantánea donde el color y la luz toman el protagonismo técnico, más próximo al romanticismo.

La luz penetra por la izquierda, a través de una ventana oculta al espectador, que inunda toda la escena, formando un haz luminoso divergente que se amplía hacia la derecha, como una especie de cono lumínico que barre toda la escena en el centro y en la derecha del cuadro, dejando a la izquierda y en el escaso fondo unas sombras en las que se vislumbra al pintor, a la izquierda, junto al caballete, y dos grandes cuadros en el centro de la pared, entre los que Rose‑Marie y Rainer Hagen[5] identifican uno de ellos titulado Lot y sus hijas, una historia del Antiguo Testamento, aunque muchos otros historiadores opinan que los cuadros del fondo no pueden identificarse o, simplemente, los ignoran.

La composición, a mi juicio, consta de tres partes: una central, ocupada por cuatro personas, el rey Carlos IV, ligeramente adelantado (es la única concesión a su teórica jerarquía) y su esposa, la reina María Luisa de Parma[6], que cubre con su brazo derecho los hombros de su hija María Isabel y el delicioso infante Francisco de Paula, cogido de la mano por la pareja real, cuyo parecido físico con Manuel Godoy ha sido destacado por muchos. A pesar de situarse un paso por detrás de su marido, la reina María Luisa nos muestra una altivez y un dominio escénico que le hace ser el personaje dominante en la familia. En ese sentido, su comparación con La familia de Felipe V, de Van Loo, es pertinente. Las dos reinas, Isabel de Farnesio y María Luisa de Parma, son las matronas indiscutibles de las dos familias.

A la izquierda, sin mencionar al pintor, también contamos otros cuatro personajes. El más destacado, vestido de azul y un paso por delante para demostrar que es el príncipe de Asturias y heredero de la corona, es Fernando, el hijo mayor de los reyes, tras el que se oculta su hermano Carlos María Isidro[7], segundo en la línea sucesoria, aquel que, a la muerte de Fernando en 1833, reivindicó el trono de España, desencadenándose la Primera Guerra Carlista (1833-1840). Cerca del príncipe de Asturias, el pintor coloca a una mujer joven y elegante, con la cabeza vuelta y sin rostro definido, quien, según todas las opiniones, representaría a la inexistente futura esposa del heredero de la corona. Y, algo más atrás, medio escondida, la infanta María Josefa, hermana del rey.

A la derecha, al fondo, el hermano del rey, Antonio Pascual; y, a su lado, una mujer que, para la mayoría de los historiadores, se trata de la hija mayor de los reyes, Carlota Joaquina, aunque para Miguel Zagaza, actual director del museo del Prado, se trataría de la esposa, ya fallecida, del infante Antonio Pascual (al menos, la Guía del Museo del Prado así lo constata). Desde luego, el rostro de ésta, que es solo un bosquejo, se nos muestra avejentado, lo que no se compaginaría con la juventud de la hija de los reyes. Finalmente, los duques de Parma, don Luis y su esposa María Luisa Josefina, hija segunda de los reyes, que lleva en sus brazos a su pequeño hijo, Carlos Luis. También, como vemos, otro grupo de cuatro figuras, si excluimos al niño pequeño.

La composición, bastante abigarrada y lineal, tiene unas ligeras ondulaciones (las figuras serpentean, apunta Calvo Serraller) que le dan algo de movimiento al grupo, si bien el resultado es de un cierto envaramiento, posiblemente por la solemnidad que se pretende otorgar al momento.

Sin embargo, esta estampa que, en cuanto a su disposición compositiva, se aproxima a la concepción neoclásica (recordemos El juramento de los Horacios, de David), se aparta totalmente de esa tendencia por su manifiesto desdén por un dibujo académico y perfilado, por la utilización de la luz, a la que ya me he referido, y, sobre todo, por el color. El brillante cromatismo, empleado por Goya, nos acerca más a un romanticismo en que el color predomina sobre el dibujo, como es el caso. A la izquierda, mezcla el azul nítido de Fernando con el intenso rojo de Carlos María Isidro, superponiendo así color frío y cálido sin estridencias cromáticas; y, conforme nos desplazamos a la derecha, el color va tomando unos tonos dorados, especialmente luminosos en la reina María Luisa, con el contraste de un negro brillante del traje de Carlos IV que, no obstante, amortigua con las medias blancas, las bandas roja y azul y blanca y las relucientes condecoraciones, sin olvidar su rostro sonrosado que suaviza el negro. A la derecha, los colores cálidos, dorados y rojos, donde la luz se hace más penetrante y luminosa, con las insignias y condecoraciones relampagueando en las ricas vestimentas masculinas, contribuyen a dejarnos una escena clara y deslumbrante. Sus pinceladas son de una gran soltura y ligereza, lo que unido a la intensidad del color nos obliga a distanciarnos del cuadro para evitar ver solo manchas de color, sin definición figurativa.

Finalmente, se ha hablado mucho de la intencionalidad de Goya por poner al descubierto, con sutil malicia, las escasas dotes intelectuales que se deducen de los rostros inexpresivos de las principales figuras (especialmente el del rey), e incluso la demostración del escaso aprecio de Goya por la reina María Luisa, que tampoco ocultaba demasiado el pintor. Pues bien, esa expresión tan extendida hay que descartarla, en buena parte, por la favorable acogida que los reyes hicieron del cuadro de Goya. Otra cuestión bien diferente es que Goya se nos muestre como un pintor con una gran profundidad psicológica, en el retrato de los diferentes personajes; lo que puede provocar, en el espectador que conoce la historia, la percepción de una relación de la pintura con la desastrosa política llevada a cabo por Carlos IV y con los sucesivos escándalos promovidos por la reina María Luisa; pero del cuadro no se deduce tal cosa, según opinan los especialistas. Aunque Goya no tuviese gran aprecio por la reina y, en menor medida, por el rey, eso no condicionaría su profesionalidad. Goya pintó lo que vio y, ciertamente, no lo dulcificó. De todas formas, es un cuadro abierto a muchas interpretaciones y comentarios, al margen del valor pictórico, cuya morbosidad puede dificultar una mirada sin prejuicios sobre una de las primeras obras maestras de Francisco de Goya.

Cartagena, 23 de noviembre de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] Destaquemos, entre sus retratos, La familia del duque de Osuna, La condesa de Chinchón, Jovellanos, Carlos III cazador, Francisco y Josefa Bayeu (su esposa), La duquesa de Alba y La Tirana.

[2] Seguramente, la influencia de Manuel Godoy, valido de la monarquía, y de la duquesa de Alba influirían decisivamente en este nombramiento.

[3]  J.P. Fusi y F. Calvo Serraller: El espejo del tiempo. Edit. Taurus, 2009. Es un libro con grandes pretensiones, pero que tiene dos importantes defectos: uno es la escasa calidad de las ilustraciones y el otro la nula interlocución entre la Historia (Fusi) y el Arte (C. Serraller). La compartimentación de la Historia es necesaria hasta cierto punto, pero debemos superarla en la medida de lo posible.

[4] Calvo Serraller habla de una sensación claustrofóbica.

[5] Rose‑Marie y Rainer Hagen: Goya (pág. 29). Edit. Taschen, 2007.

[6] Es muy recomendable la lectura de un libro muy interesante: Cartas de España, de José Blanco White, un liberal exiliado que trata en su ‘Carta décima’, de modo satírico, de los amores entre María Luisa y Manuel Godoy, más o menos consentidos por el rey. El libro es una delicia y está publicado en Alianza Editorial.

[7] En el año 1800, cuando se pintó el cuadro, regía la llamada Ley Sálica (de procedencia francesa), que optaba por la línea sucesoria masculina con preferencia a la femenina. De esta forma, Carlos María Isidro saltaba por encima de sus hermanas, mayores que él, en los derechos dinásticos. Cuando muere Fernando VII en 1833, después de muchas peripecias, se abole la Ley Sálica, convirtiéndose Isabel, primera hija de Fernando VII, en reina de España. Carlos María Isidro se opone y estalla la guerra dinástica. Este periodo es muy interesante para entender la evolución histórica del País Vasco.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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