Por Jesús Ferrer Criado.
En aquellos míticos tiempos en que la teología era un artículo de primera necesidad y cuestiones como la entidad de los universales era disputa común en las tabernas, floreció en nuestra vieja Europa un brillante teólogo, famoso por su revolucionario argumento a favor de la Inmaculada Concepción de la Virgen.
Según nuestro hombre, Dios nuestro Señor (a pesar de todas las dificultades teológicas que otros pensadores veían) creó a la Virgen Inmaculada, porque pudo hacerlo y lo creyó conveniente. Para los amantes del latín y respetando el texto original lo pondremos tal cual: (Dios) Potuit, decuit, ergo fecit. Cortito y claro.
La ventaja de los teólogos es que saben cómo piensa Dios, conocen la idiosincrasia divina como si hubieran hecho la mili juntos. En definitiva, que Dios no tiene secretos para ellos.
John Duns Scoto, alias “Doctor Subtilis”, se llamaba como se llamaba por haber nacido en Duns (Escocia). Se hizo monje franciscano, fue profesor de Teología en París y otras Universidades y murió a los 42 años, 1308, en Colonia. Juan Pablo II lo beatificó y su festividad se celebra el 8 de noviembre. Incluso hay una película sobre él.
La dificultad del argumento del Beato Juan está en el potuit, o sea si Dios pudo hacer con la Virgen una excepción al pecado original que heredamos todos. La Iglesia lo reconoció e hizo dogma en 1854: resulta que Dios sí pudo.
Líbreme el Señor de bromear con las cosas de comer y con la teología, pero estoy completamente de acuerdo en que el problema, antes y ahora, es siempre el potuit. O sea, si algo se puede o no se puede. El decuit es más subjetivo.
Se me viene a la cabeza la plegaria de aquel pobre desesperado que rogaba a Dios con cierta intención: «Señor, no te pido que me des, pero ponme donde haya». Lo tenía claro: lo importante es poder. Sabía que, donde no hay, no se puede.
Un partido político de reciente creación lo anuncia sin tapujos: PODEMOS (podremos y, cuando podamos, veremos). A mis años, está permitido ser escéptico y todo lo que veo es que vienen a meter la cuchara y necesitan hueco. Mi admirado Manuel Alcántara escribió que, si hay elecciones políticas con costosas campañas y todo eso se debe al exceso de vocaciones para servir al pueblo desde un gran despacho y con un coche oficial a la puerta, hay tantos voluntarios para ese heroico servicio que se impone una selección.
Los que estos días, con la OPERACIÓN PÚNICA, se hayan llevado las manos a la cabeza, escandalizados por la cantidad de cargos públicos encausados por corrupción, o sea, por llevarse lo que no les corresponde y los que ya lo hicieron antes a propósito de la Gürtel (‘correa’, en alemán), o con Roldán, o con Bankia, o con los ERE de Andalucía, o con los Pujol, o con el Ayuntamiento de Marbella, o con Filesa, o con otros innumerables casos, podrán fácilmente deducir que en todos ellos el quid está en que se pudo. Se pudo porque, donde ellos estaban, había y en cantidad.
Resultan patéticas y hasta cómicas las protestas de honradez de aquellos que lo son, simplemente porque donde ellos están no hay posibilidad de meter mano; por lo menos a esa escala, porque no hay.
Pero ¿somos realmente tan honestos los honestos?
¿No es cierto que cada cual en su nivel, casi todos, hacemos o hemos hecho pequeñas trampas con el IVA, con la Declaración de la Renta, con los Seguros, con las subvenciones, con el paro, con el absentismo laboral, con los cobros en B, con el horario laboral, con facturas infladas, con las dietas, etc., etc.? «Aquí se roba por categorías», escuché una vez a un cínico.
O sea, si extendemos el concepto corrupción a otros abusos, chanchullos, trampas y trapacerías no relacionados directamente con el dinero, ¿quién tirará la primera piedra?
Contradiciendo aquel dicho andaluz, podemos jurar que «To er mundo no e güeno» Si no, ¿por qué iba a haber tantísimo policía y 64 000 presos en nuestras cárceles?
La honradez general, el cumplimiento universal de las leyes, el fair play es una utopía, un imposible por el que hay que luchar con controles, con diligente vigilancia, sin bajar la guardia y con castigos ejemplares empezando, cómo no, por la innegociable condición de devolver lo robado. Pero no habrá bastantes vigilantes para todos, y además… ¿quién vigilará a los vigilantes?
La situación actual es el resultado de un adoctrinamiento generalizado, hecho desde los últimos programas educativos, desde algunos medios de comunicación y desde muchos representantes sociales, para neutralizar la ética cristiana y tradicional y los valores de decencia y honradez que postulaba. Ser un hombre de provecho para la sociedad, tal como antes se preconizaba, se ha trocado en ser simplemente un “aprovechado”; y para eso vale mentir, vale robar, vale casi todo. Súmese a esto el prestigio que en nuestro país han tenido y tienen los bribones, pícaros y listillos; y lo bien que les ha salido, hasta ahora, a los pocos que han pillado.
Una legislación ultragarantista y una justicia lentísima son causa importante de la situación; unidas, cómo no, a la insultante parcialidad de sindicatos, partidos y otras instancias políticas (y lo que es peor, sus respectivas militancias), dispuestos siempre a rugir contra el adversario y a excusar e incluso encubrir a los amigos, aunque los pecados de éstos sean los mismos.
Es penoso admitir que la inocencia ‑que, como el valor, se nos debería presumir a todos‑ ya no es lo que era. Ahora, sólo eres inocente hasta que te investigan.
La realidad, no obstante, es que, gracias a los organismos de control, algunos están cayendo y otros ponen sus barbas a remojar.
Leo un refrán alemán, que ofrece un amargo consuelo. Dice: «El gozo más puro es la maliciosa alegría que nos causa el infortunio de aquellos a quienes hemos envidiado». Y me vienen a la cabeza las risotadas de Les tricoteuses de París, apiñadas bajo la guillotina de donde caían rodando las cabezas de los poderosos. Pero, ahora y siempre, hay que huir de conclusiones apresuradas, basadas en el sensacionalismo de los medios, y esperar que la justicia diga la última palabra.