Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Detenciones en la Universidad.
Estaba claro que muy pocos se habían enterado de los sucesos ocurridos aquella mañana. Encendí otro cigarrillo y le pedí, con la vista, que continuara.
—Cuando parecía que todo había terminado, un grupo de exaltados se puso a gritar, empezaron a llover octavillas, y el aire del claustro se llenó de panfletos. En ese momento apareció la policía, sacudiendo a diestro y siniestro. Golpes, insultos y carreras; la gente había perdido el miedo y no sólo se defendía, sino que también atacaba. Yo estaba con Pedro, un alumno de segundo de Económicas, cuando se acercó a nosotros un policía con la cabeza rapada, y lo cogió por el brazo: «A ti te buscaba —bramó el agente—. ¡Quedas detenido!».
Por su forma de hablar, tenía la fatal certeza de que Reyzábal decía la verdad.
—Se resistió mientras pudo, pero entre varios consiguieron reducirle y esposarle. No tuve valor para quedarme con él y corrí a esconderme. Fui un cobarde. Me aterrorizaban los insultos de la policía —siguió diciendo—. Muerto de miedo, me encerré en el váter con otras cuatro personas; y, cuando salí, se lo habían llevado. Era la tercera vez que lo detenían y de sobra sabía cómo se las gastaba la policía con los reincidentes.
Interesado en la historia, aunque agobiado por la responsabilidad, al llegar a este punto me pareció que para corresponder a su confianza, debía exponerle mis convicciones sobre el particular. Le dije que había leído “El compromiso de la acción” de Emmanuel Mounier; que yo también era muy sensible a las injusticias, que estaba al día en materia de derechos humanos, y que no me fiaba de los políticos.
—Suelen ser unos exaltados que han pasado la vida entre libros, gracias al dinero de sus padres; son ratas de biblioteca, teóricos, endiosados y cargados de complejos, que intentan resolver los problemas de la humanidad sin haber demostrado nada en la vida.
Me di cuenta de que no le había gustado lo que acababa de decir y que si seguía por aquel camino no se formaría una buena opinión de mí. De todas formas, intenté arreglarlo argumentando que la gente sigue al que les promete el paraíso sin esfuerzo, y que los pobres de espíritu siempre están dispuestos a venerar al seductor. Es decir, que de la heroicidad a la demencia hay muy poco recorrido.
—Perdona, Félix, pero después de la confianza que me has demostrado, creo que debo ser muy sincero contigo.
Me miró con cierta extrañeza y yo, para demostrarle que no hablaba por hablar, le expliqué lo que ocurrió la tarde en la que unos activistas de la HOAC fueron al colegio a darnos una conferencia, invitados por el padre Galarza. Le dije que Galarza era un curilla inquieto, con la cabeza llena de pájaros, que no brillaba por su capacidad intelectual, sino por su ingenuidad casi infantil. Que buscaba la perfección por vía directa, siguiendo el precepto de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, pero que el resto de la doctrina no contaba para él.
—Llegaron un viernes a media tarde en un Renault destartalado, con la puertecilla derecha pintada de color marrón oscuro, y un golpe en el parachoques delantero. Días antes, siguiendo instrucciones de Galarza, los de cuarto y quinto de bachiller llenamos el pueblo de propaganda. No quedó un escaparate, ni un establecimiento en el que no se anunciara la asamblea. Hasta en la puerta de los bares pegamos octavillas. Y, en cuanto al colegio, no se descuidó ningún detalle para asegurar el éxito del evento: en la parte central del salón de actos, se colocó un gran cartel escrito con letra gótica: Todo lo que hagáis por éstos, mis hermanos más pequeños, por mí lo hacéis.