Ser nieto a los treinta

Despedida de mi abuela Paquita.

Son el niño y el anciano dos almas parecidas. El padre severo se dulcifica ante el nieto, comparte sus juegos, se convierte en su aliado, burlando las prohibiciones paternas. Cuando el niño se transforma en adolescente, nieto y abuelo se separan. Sus esferas son distintas. Sean por un lado los estudios, el traslado a una universidad lejana, sean por otro los intereses de comunión con otros jóvenes, el caso es que el nieto olvida al abuelo y, éste, aún anhelante de sus visitas, de sus momentos y conversaciones compartidas, entra en su declive final y muere, si no lo ha hecho antes, durante los años infantiles del nieto.

Esto último ocurrió con mi abuelo, el abuelito Pepe. Yo tenía diez años y mi hermana seis cuando él murió. Éramos las menores de sus nietos. Mi abuelo había estado hospitalizado varias veces, que yo recordara. En una de ellas, aunque débil, aún volvió contento para exclamar, saliendo del ascensor sostenido por mis padres y mis tíos: «¡Mis nietas, mis nietas!». Éramos nosotras, las que vivíamos en el piso de abajo, en esa convivencia cada vez más rara, a menudo perjudicial para el matrimonio y casi siempre beneficiosa para sus hijos. Pero aquel abuelito que hojeaba nuestros libros de texto al comienzo del curso, con el que jugábamos a las cartas o a las maestras, siendo él, maestro nacional jubilado, el discípulo aventajado que hacía cuentas y dictados con esmerada caligrafía y de cuyas tutorías dábamos razón a la abuelita diciendo «Tienes un niño muy aplicado», con los sucesivos ingresos, volvió con una depresión profunda, de la que jamás, arrimado al brasero de orujo y con las faldillas hasta los hombros, volvió a recuperarse. «Depresión» oía, a menudo, decir que tenía mi abuelo. Yo, entonces en tercero o cuarto de primaria con don Salvador González Manzano, don Mangurrino, como le apodaba mi tío debido a su procedencia extremeña, estudiaba la geografía andaluza y la depresión del Guadalquivir, creyendo, en esa simultaneidad de conceptos propia de la infancia que río y abuelo compartían idéntica afección o accidente geográfico según se mirara. Mi abuelo triste estaba, eso era claro. El Guadalquivir, si deprimido iba por su cauce, triste debía estar por fuerza también.

Un sábado que mi hermana y yo habíamos pasado jugando en casa de mi amiga Trini Linares, al volver por la noche con mis padres, nos sorprendió en el rellano la voz sollozosa de mi abuela llamándonos. Mientras mis padres subían, nosotras nos quedamos en el rellano de abajo, llorando. La luz eléctrica se extinguió con la última luz de la vida de mi abuelo. Aún recuerdo, en el portal de abajo, a don Robustiano, el párroco de San Isidoro, que nos decía campechano: «¡Tu abuelito ya está en el cielo!».«Pero yo no quiero que se vaya», le respondí.

Mi abuelito Pepe murió con 78 años, a los diez de mi vida. Y de aquella existencia me quedó una camiseta interior con sus iniciales, PL, bordadas, y un dedal pequeñito, que hoy sólo me cubre el meñique, que nos había comprado, por encargo de mi abuela, a mi hermana y a mí, para hacer, bajo su dirección, pañuelos de vainica y cernaderos para la Barbie. Era la muerte convencional en cifras vitales y quizá menos dolorosa para el abuelo, antes de que el nieto crezca, se aleje de él y lo olvide.

Pero ¿qué ocurre si el abuelo supera la adolescencia del nieto y lo alcanza en su madurez? ¿Qué es ser nieto a los veintitantos o a los treinta? Pues es como descubrir un objeto precioso olvidado, una reliquia del pasado, un vetusto artilugio aún en uso. Eso mismo es lo que me sucedió con la viuda de mi abuelo, la abuelita Paquita, o con mis abuelos paternos, Fernando y Manuela, aún vivos. Conforme fui estudiando la Historia con mayúsculas, me di cuenta que existía también una pequeña historia más cercana, que me tocaba más de lleno, cuyos protagonistas y oráculos aún tenía cerca. Una historia a la que podía querer. Que junto al patrimonio de los museos existía otro patrimonio humano, seres de otro siglo que perduraban en el nuestro, con sus voces, su vocabulario, su mentalidad, sus sentimientos, sus vidas. Traté de rescatar sus anécdotas y memorias, exprimiendo los datos, como si tuviera en mis manos un legajo a punto de deshacerse. Y en esta empresa me entrevisté también con tíos abuelos, convertidos en alguna ocasión en una suerte de abuelos adjuntos. Conforme el tiempo para escribir y las ganas de hacerlo escaseaban, traté de centrarme en visitas y conversaciones telefónicas, apurando los momentos de encuentro, que sabían serían finitos.

Hace pocos días, abuelita, perdí uno de esos documentos vivos que eras tú. Quizá no fuera del todo consciente de que algún día te perdería. Tu tez lozana, tu humor alegre y recio, tu infatigable entretenta nos han hecho olvidar que, a la postre, también eras mortal y humana.

Muchos momentos, infantiles y juveniles, así como de los últimos momentos de tu vida, se agolpan en mi mente. Las tardes en tu casa con el abuelito, mientras esperábamos la llegada de mis padres. Los capítulos de Heidi que veíamos con vosotros y que prefería a mis clases de baile y primeras actividades extraescolares. Las cajas en las que ordenadamente guardabas nuestros dibujos y muestras de nuestro septuagenario pupilo. O aquella otra de lata, de Cuétara, donde almacenabas los roscos y negritos de la merienda. Tus manos nudosas, como tronco de árbol, enhebrando la aguja, sentada en la silla baja de enea, las gafas en la ternilla de la nariz, la falda tensa entre las rodillas. Tu inveterado menú de Nochebuena: morcilla en caldera, picadillo de chorizo y carne de cerdo guisada, a la que, en petit comité y sin que tú lo supieras, apodamos de atragantar por el efecto que en los últimos años te producía y que, sin embargo, no arredraba tu ineluctable afición carnívora, pues la verdura, aunque la tomaras, en exceso te ponía corriente el cuerpo. El brasero de picón, el jabón casero de aceite para lavar la ropa, el rosario cabeceado en la siesta, la película de Cine de Barrio por las tardes, los Episodios Nacionales que te había leído tu padre en folletín. Esa infancia traviesa y juguetona que te hacía capaz de derribar la clase entera como si de frágil castillo de naipes se tratara; que recordaba a tu hermana mayor el castigo conjunto por tus pies mojados en la fuente de La Coronada o que alteraba la gravedad de las comidas en casa de tu abuelo Fernando, serio y circunspecto, azuzada por tus tíos, Fernando y Pepe, que introducían huesos de aceitunas en tus bolsillos. Los dientes de leche en la escupidera. El ojo de tu padre, temido cuando bizqueaba en momentos de enfado. Tus juegos con tu hermano Manolo y con tus tíos Juan y Pilar, próximos en edad. Tu larga afición a las muñecas que te instruyó perfectamente para reparar nuestro Ken o hacer primorosos vestidos a Barbies y Barriguitas. Los años en Pedrezuela y en los cortijos. Tu amistad llana con la gente sencilla del campo. La misa a san Expedito que dejó pendiente tu abuela Paca y que sólo tú recordaste. Esos sábados en que almorzaba contigo, con gran ilusión tuya, patatas y huevos, fritos en la sartén de hierro. Las cocretas y los caracoles. El vino con gaseosa. Las visitas de la tita Trini por los Santos. El difunto que jamás te perdías en los entierros, pues ¿habías tú de temerle a la muerte? Ese verano en que oficié de profesora particular de latín y lengua y en el que compartí estancia en tu casa y en la de mis abuelos paternos. Fue la única vez que te sentí llorosa, con pena de mi marcha y de la soledad en que te dejaba, a ti, que decías no conocer el aburrimiento.

Hace algunos meses, esa naturaleza tuya que creíamos incorruptible se quebrantaba y te vi por primera vez en el hospital. Tuve el privilegio de compartir tu primera noche allí. Ambas éramos novicias: tú, como enferma, que no como cuidadora; yo, como acompañante. Pude velar por ti, devolverte los mimos que me prodigaste en mis primeros meses de vida, cuando mi madre se incorporó a su trabajo, ponerte la cuña como tú a mí los pañales, ayudarte en el aseo de tu cuerpo blanco, suave, centenario pero bello, cuyo pecho era causa de admiración de la auxiliar de cardiología. Durante este primer ingreso tuyo, acudí a tu casa a buscar algunas cosas que te hacían falta. Tu piso, vacío y desmesurado, me recibió frío, cual sepulcro. En aquel momento supe, aunque no quise convencerme del todo, que el fin estaba cerca, que jamás volverías a habitar esa casa, a ser el duendecillo valiente que vivía en soledad, a la que decías no temer, o que nos hacías creer que no temías.

Disculpa mi torpeza enfermera, si no he sabido qué hacer en determinados momentos, si no he podido contener algunas lágrimas, siempre confiada en que no las vieras por la ceguera que te atenazaba y que las gafas, aún las de mayor potencia, no podían paliar. Disculpa si no he podido ser tan fuerte como tú para llorar sólo internamente, con el alma.

Sí que quiero decirte, abuelita, que hasta para morir has sabido ser graciosa y hacer sonreír a tu acompañante. Tus cancioncillas escatológicas, ese traguillo de agua robado al ayuno del páncreas, ese estar pendiente de todo lo que acontecía en tu habitación o los enseres que la poblaban me han hecho reconocerte en tu ser, prístino y original hasta el fin.

La última vez que fui a verte a la residencia quise robarte una foto, caminando, de espaldas, por el pasillo hacia el comedor, con ese andar tuyo tan característico, de piernas vivaces, brazos largos, pequeña pero enhiesta. Sin embargo, fuiste demasiado rápida para el objetivo de la cámara. Esa imagen que quise tomar y no pude, ese pasillo por el que veloz transitabas eran preludio de otro camino, de otras instantáneas que ya no podré tomarte. Pero no he de lamentarlas. Has vivido entre nosotros mucho tiempo. No era mi destino natural tenerte tantos años. Pero te he tenido. Gracias, abuelita, por haber vivido tanto, por haber sido tan valiente. Y ahora, esperadnos juntos, el abuelito y tú. Iremos llegando poco a poco.

Margarita Sánchez Latorre.

Úbeda, a 28 de enero de 2014.

 

Paquita y Pepe de novios.

 

Bautizo de José.

 

Pepe y Paquita con ambas Margaritas: hija y nieta.

 

Paquita con sus nietas Margarita y Mónica.

***

Deja una respuesta