21-09-2011.
El menú de Maurice y el de Alfonso fueron el mismo: crema de cangrejo y berenjena salteada con aceite de oliva, de entrada.
Entrecot flambeado con salsa de setas y patatas al vapor, de plato principal; y de postre, un delicioso caram‑barre helado.
Angelo pidió de entrada un dip de cebolla caramelizada, seguido de un salmón envuelto en masa de hoja, y de postre una mousse de miel con galletas de naranja. Al final, todos saborearon un ristretto corto y espeso.
El vino evidentemente estuvo, en calidad y en cantidad, a la altura de las circunstancias. Porque varias veces se levantaron las tres copas para celebrar el inopinado encuentro entre los dos amigos, y otras tantas para desear infinitos años de cariño y felicidad a la radiante y apasionada pareja.
La conversación, como no podía ser de otra manera, giró en torno al regreso a España de Alfonso y a si había conseguido adaptarse a su tierra, después de tantos años de ausencia. Se habló, naturalmente, de la renacida amistad con León, el antiguo compañero de Alfonso en el internado de los jesuitas de Úbeda. Se evocaron los indecisos devaneos “a tres bandas” entre Amalia, León e Indalecio y los largos paseos por los maravillosos jardines sevillanos.
Naturalmente, lo que más les interesó a Marice y a Angelo fue la intrigante historia de Aymara‑Rosalva en el puticlub de Sevilla.
—No la he vuelto a ver —dijo Alfonso—. Y, aunque no he tenido ninguna noticia de ella, es de suponer que ya está en Lima, tranquila con su familia. Pero el asunto no está resuelto, porque el mafioso italiano me exige una suma exagerada que debo saldar cada seis de diciembre durante cinco años. Si no lo hago, me ha amenazado de muerte. Y como sabe que no tengo ninguna confianza en la policía, cuando se trata de asuntos de protíbulos…
—Perdone señor Alfonso —le dijo Angelo, que no osaba tutearlo—. ¿Cómo ha dicho que se llama el jefe de Las casitas blancas de Sevilla?
—Se llama Nicola Corleone y su hijo se llama Paolo. Llevan en Sevilla mucho tiempo.
—Ah, sí —dijo Angelo como reflexionando—. Creo que mi padre los conoce, porque suelen veranear en Puerto Banús en algún yate nuestro.
—Pues que tu padre tenga cuidado —advirtió Alfonso—, porque puede ser gente muy amable si todo sale como ellos desean; pero también muy violenta, cuando las cosas no marchan como ellos han decidido.
—Lo sé, lo sé —repitió Angelo sonriendo—; pero no con mi padre: a él lo respetan y le deben muchos favores. Además —añadió con un guiño de prepotencia—, con nosotros no se atreven. Saben que les costaría demasiado caro…; tan caro, tan caro, que…
—Y entonces, ¿qué piensas hacer Alfonso? —terció Maurice, mientras se limpiaba los labios con la servilleta—. Porque no vas a consentir pagar una cantidad tan importante… Y además, que es un abuso manifiesto, ¡y que no hay que claudicar ante esa gentuza!
—Pues, por ahora —dijo Alfonso— no veo otro remedio más que pagar. Ya intenté negociar, pero Nicola se mostró intransigente y altanero…
—Oye, Angelo, ¿y por qué no le decimos a nuestro amigo Alfonso que deje el asunto en nuestras manos? Nosotros lo solucionaremos por las buenas o por las malas. Ya sabes a lo que me refiero: o teléfono de papá o “regalo” de papá.
Al comprobar que Angelo asentía, al tiempo que esbozaba una sonrisa entre divertida y perversa, Maurice añadió:
—Pues no se hable más —y mirando a Angelo, agregó con voz sedosa—. Vamos a prepararnos para ir al casino, cariño, que Alfonso y yo queremos gozar contemplando tu maestría, ¡qué digo! tu magia, tu hechizo, tu seducción cuando juegas al póker. Eres único, cariño. ¡Único!
Alfonso también se levantó de la mesa, mientras pensaba que Maurice se estaba pasando en materia de piropos. Y como parecía interrogarse acerca de la factura de la cena, Maurice se percató de ello y le dijo :
—No te preocupes, Alfonso. El camarero sabe que la factura hay que ponerla a cargo del número de nuestra habitación. Nosotros vamos allá un momento y dentro de una media hora nos vemos en el hall del casino, ¿vale? Ah, por si hay algún contratiempo, vamos a intercambiar nuestros números de móvil.
Hecho lo dicho, Alfonso les agradeció la invitación a cenar y diciéndoles «Hasta ahora», se fue también a su habitación. Cuando entró en el dormitorio, apoyó la espalda contra la puerta y respiró profundamente. No sabía explicar por qué se sintió de pronto como vacío de energía. Y se preguntó si no sería debido a la importante disminución de cocaína que le había prescrito el doctor chino. Se fue directamente a la cama y se tendió en ella, sin ni siquiera quitarse los zapatos. Cruzó las manos en la nuca y cerró los ojos. Necesitaba digerir y estructurar el montón de acontecimientos imprevistos que habían tenido lugar en poco más de tres horas. Notó que la cabeza le daba vueltas y que el cuerpo estaba como vencido por el cansancio. Por un momento pensó no ir al Casino. «Pero no puedo faltar a la cita ‑se dijo‑. Maurice y Angelo se están portando muy bien conmigo». Alfonso se levantó de la cama, se fue al cuarto de baño, se refrescó la cara con agua fría, se cambió de ropa y media hora después estaba en el hall del casino.