La inesperada llegada de su hijo Juan llenó de alegría (y de inquietud) a León. Seguramente había sido Teresa, su hija, quien lo había puesto al corriente de los escarceos peligrosos de él con Amalia. Quizás querían hablar entre ellos y poner las cosas en su sitio. «Papá es capaz de hacer una locura, ahora, a sus años, ¿qué necesidad tiene de enredarse con una mujer?». Hacía meses que no lo veía. Cuando lo abrazó, sintió más ancha la espalda, más triste la mirada y más fuertes los brazos. «Voy todos los días una hora al gimnasio», fue la explicación que le dio. «Tengo que desconectar de mi trabajo. No hay nada mejor que el ejercicio. La cabeza la tengo siempre llena de asuntos que resolver y con la cinta, las pesas y la piscina, procuro evadirme». Estuvo a punto de preguntarle: «¿Alguna mujer…?», pero se contuvo. Ya habría tiempo de charlar de todo. Lo primero era saber qué le había traído a Sevilla.
—¿Está mi habitación preparada? —preguntó Juan, después de los abrazos y los saludos—.