—Cada vida es un puñado de nubes surtidas en continuo movimiento. Las hay blancas y esponjosas, negras y maldicientes, rojas y enamoradas, grises y monótonas, verdes de esperanza. Unas son grandes, otras apenas duran un soplo. Tienen formas caprichosas, pero todas cambian de forma e intensidad y se agrupan con otras dando agua y color o desaparecen con la Luna. Te digo esto, niña, porque has superado una nube negra de tu vida y ahora mereces empezar a sentir la vida de tu siguiente nube que será más cálida y libre —se decía León, recordando el sentir de la vida que tantas veces había comentado con su mujer Amalla—.
Rosalva llevaba veinte años con los ojos verdes y en la ducha dejó que el agua se llevara el nombre postizo de Aymara y todas sus servidumbres. También la tristeza de sus bellos ojos y el sufrimiento de las vejaciones y la rabia contenida de la esclavitud. Se lavó los dientes, dejando el poso de amargura de su boca y, por fin, pudo abrir franca su sonrisa.