El móvil siempre sonaba a media mañana. León sabía quién llamaba y le preguntaba cómo estaba y si quería que le comprara algo de comida o ropa. Pero Alfonso le había trastornado su normalidad con aquella aventura peligrosa y, por eso mismo, tan atractiva. Ahora esperaba con ansiedad la llamada del amigo que quería salvar a la chica extraviada. «Vamos, de película», pensaba León.
Pero esta vez lo llamaba su hijo Juan. Extrañado y ansioso, cogió el teléfono y le dijo:
—Bueno, ya era hora de que el hijo pródigo se dignara dar señales de vida. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. Te llamo, porque ayer me dijo Teresa que hay buenas nuevas. ¡Vaya con el carroza, qué callaíto lo tenía! De manera que habemus mamam, ¿no? Hemos quedado en ir a comer contigo, si nos invitas, para que nos cuentes quién y cómo es la afortunada.