Un puñado de nubes, 40

09-05-2011.

La inesperada llegada de su hijo Juan llenó de alegría (y de inquietud) a León. Seguramente había sido Teresa, su hija, quien lo había puesto al corriente de los escarceos peligrosos de él con Amalia. Quizás querían hablar entre ellos y poner las cosas en su sitio. «Papá es capaz de hacer una locura, ahora, a sus años, ¿qué necesidad tiene de enredarse con una mujer?». Hacía meses que no lo veía. Cuando lo abrazó, sintió más ancha la espalda, más triste la mirada y más fuertes los brazos. «Voy todos los días una hora al gimnasio», fue la explicación que le dio. «Tengo que desconectar de mi trabajo. No hay nada mejor que el ejercicio. La cabeza la tengo siempre llena de asuntos que resolver y con la cinta, las pesas y la piscina, procuro evadirme». Estuvo a punto de preguntarle: «¿Alguna mujer…?», pero se contuvo. Ya habría tiempo de charlar de todo. Lo primero era saber qué le había traído a Sevilla.

—¿Está mi habitación preparada? —preguntó Juan, después de los abrazos y los saludos—.

—Intacta, como la de tu hermana.

León no sabía cómo decirle a su hijo que había quedado con Alfonso para un asunto urgente. Mucho menos cómo resolver el trámite de Aymara. Él había previsto tenerla en su casa ese par de días, mientras resolvía el traslado de la muchacha para que pudiera salir de España. Ahora, con la presencia de su hijo, todo se trastocaba. No podía dejar en la estacada a Alfonso; menos aún, exponerlo a una reacción violenta del capo mafioso que, quién sabe cómo iba a reaccionar, cuando supiera la treta que había ideado para rescatar a la chica peruana.

En cuanto pudo, llamó a Alfonso, mientras su hijo se daba una ducha.

—Oye, la hemos jodido.

—¿Cómo que la hemos jodido; te vas a echar atrás ahora?

—Es que no esperaba a mi hijo y se ha presentado aquí, sin previo aviso. Esto es cosa de mi hija, seguro. Aún no he tenido ni un minuto para hablar detenidamente con él.

—¡Joder, León, me vas a dejar colgado! Ya lo tengo todo en marcha.

León se veía entre dos fuegos. No quería dejar en la estacada a su amigo, pero tampoco sabía cómo enfocar el asunto con su hijo.

—Dame una hora. Ya se me ocurrirá algo. Si no te llamo es que sigue adelante el plan previsto.

—En tus manos encomiendo mi espíritu —dijo en plan agónico y evangélico—.

León sonrió al escuchar aquella frase tan enraizada en los ritos del internado: «Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío».

—¿Hablabas con alguien? —le preguntó el hijo, que apareció envuelto en una sábana de baño color crema, con el pelo mojado, oscuro y revuelto. El pecho lo tenía crucificado por una T de vellos negros que le iba de tetilla a tetilla y desde el esternón al ombligo—.

—Era mi amigo Alfonso, ¿lo recuerdas?

—¿El suizo ricachón? ¿El que fue compañero tuyo en el internado de Úbeda?

—El mismo. Está en un apuro.
 
 
—¿No era rico?

—Otro tipo de apuro. Se ha metido en un terreno peligroso.

—¿Y tú qué pintas en eso?

—La mona; yo pinto la mona, hijo. Me pidió que le echara una mano y yo me he me metido hasta las trancas.

—Asunto grave, entonces, ¿no?
 
 
—Trata de blancas.

—¡Joder, papá! ¡Qué hacéis dos viejos ya como vosotros entrando en esos jardines!

Las palabras de su hijo le molestaron. Así que se decidió contarle la verdad.

—Anda, vístete, que vas a coger frío. Y ahora te cuento. Pero no me interrumpas hasta el final, ¿vale?

Diez minutos después León puso a su hijo al corriente de la situación. Juan, sin pensarlo mucho, le dijo a su padre:

—Cuenta conmigo. Esto no puedes hacerlo tú solo. Déjame a mí que organice el rescate.

León quedó más tranquilo.
***

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