Una magnífica persona: don Doroteo Ocaña

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

Últimamente está de moda pedir perdón por casi todo. Se pide perdón, generalmente, cuando ya no hay remedio ni solución posible. A buenas horas mangas verdes; pues sí, a buenas horas; pero la forma es la forma, y lo “correctamente político” se impone y hay que hacerlo.

El gobierno alemán ha pedido perdón por el holocausto nazi, el Presidente Clinton por el Séptimo de Caballería y por el exterminio de las tribus autóctonas. El Parlamento español ha condenado también la Guerra Civil después de 60 años. La Iglesia, por los momentos históricos de abuso de poder (Galileo, la Inquisición, etc.) ha entonado su particular “mea culpa”. Me consta que Almunia está pensando aún en cómo pedir perdón a Borrel por el pucherazo de Gaspar Zarrías, ahora que ya no vale para nada. No obstante, existen fundadas dudas de si lo hubiera hecho en el caso hipotético de ganar las elecciones. Sinceramente, creo que no, pero ha pasado tanto tiempo… Se dice que el Presidente del Madrid pedirá próximamente perdón al Barça por los arbitrajes que “sufrió”, a través de los años de “la oprobiosa”. La directiva del Barcelona, en justa reciprocidad, no tardará en plantearse que ellos también deberán demandar piadosa absolución por los abusos de los trencillas, en la era Villar-José M.ª García. Continuar leyendo «Una magnífica persona: don Doroteo Ocaña»

Un puñado de nubes, 42

13-05-2011.

Aymara receló porque en el coche vio dos hombres y Alfonso le dijo que la recogería su amigo León. Juan la tranquilizó diciéndole que eran amigos y que pronto estaría libre. Ya los tres en el coche, León lo conducía dando un rodeo, “por si las moscas”, hasta llegar a su casa.

Estuvieron conversando un buen rato y crearon una relación de confianza no habitual en estos casos.

En la cama de Teresa, Aymara se pellizcaba los brazos para asegurarse de que era verdad lo que le estaba ocurriendo. Intentó calmar sus nervios, porque sentía próxima su libertad y quería conseguirla a toda costa. León no podía dormir, pensando en los peligrosos efectos que podría tener para ellos la arriesgada acción que habían realizado; y, pensando en las consecuencias, se sentía importante, aunque su cuerpo temblaba como un flan sin huevo. Juan era el más alterado, porque dos grandes ojos verdes ocupaban toda su atención en la penumbra del dormitorio. «¡Cómo podían existir en el mundo mujeres tan bonitas como ella!».

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