Francisco Lozano, ¿el Gordo?

20-02-2011.
En la Escuelas de aquel tiempo, casi todos los cursos tuvieron su “gordo”. Nuestro curso también. Algunos niños estaban gordos a fuerza de ser tan buenas personas y porque el agua les alimentaba (eso se decía entonces). Algunos niños gordos tenían la expresión franca, los ojos grandes y la mirada serena y afectuosa; irradiaban una gran paz de alma y una personal satisfacción. Otros tenían la mirada honda y afilada, y unos ojos pequeños y entornados que inspiraban temor y desconfianza. Había gordos que aprovechaban su masa corporal para empujar a los compañeros en el patio y llevarse siempre la pelota, o para meterles el codo en el costado y echarlos del pupitre, cuando el profesor miraba para otro lado. Y había gordos que sufrían en silencio nuestras bromas pesadas, con paciencia infinita, sin quejarse nunca ni acusarnos jamás.

Cuando alguien decía:
—“¡Gordo!”.
Él único que se volvía era él, pero sin enfadarse. Nuestro Gordo era un muchacho alegre, de porte distinguido, educado y correcto, de muy buena familia, con un gran corazón y una generosidad extraordinaria. Habíamos pasado cuatro años en Villanueva y llegábamos a Úbeda pletóricos de ilusión. Durante este tiempo, algunos compañeros se habían quedado en el camino. ¡Cuántas inteligencias se perdieron sin cultivar y cuántas se intentaron cultivar con escaso provecho!
En verano, una carta de cuatro líneas, diciendo que «El niño no había superado los niveles exigidos», ponía fin a la carrera de multitud de criaturas. Cuatro líneas que llenaban de afrenta y de vergüenza a una familia humilde, añadiendo otra mancha a su historial. Más razones para alentar murmuraciones e insidias en aquellos ambientes de envidias y recelos.
Pronto se corría la voz:
—¿No te has “enterao”? Al muchacho de fulanita lo han “echao” del colegio.
—¿Sí? Por algo será, que los jesuitas… ¡son “mu” listos! Al saber, qué habrá hecho.
Y nunca faltaba quien echaba mano de su particular “memoria histórica” para sembrar la insidia y la maledicencia:
—Ahora parecen una cosa, pero acuérdate del abuelo, que estuvo preso en Jaén, más de cuatro años. Dicen que gracias a don José, “El Cura”, no lo fusilaron; si no, no se escapa.
—¡Un santo, don José! —y se santiguaban piadosamente—.
¡Cuántas habladurías, cuánta infamia, cuánta miseria e incultura!
Se llamaba Paco. Era un excelente compañero, con ciertas dificultades en algunas asignaturas, como casi todos. Consciente de sus limitaciones, se aferraba a los libros, clavaba los codos en el pupitre y no levantaba la vista del texto hasta que el inspector avisaba de la hora. Iba a clase entre sus compañeros, en silencio, con la mirada baja, en un intento de no llamar la atención para evitar salir a la pizarra.
Era muy querido. En el patio, siempre, estaba rodeado de compañeros que abusaban de su generosidad, poniendo a prueba su paciencia infinita. Si alguien, con la intención de hacer reír, le decía:
Gordo, léenos la carta que has escrito a tus padres.
Nos la leía. Y nunca faltaba el gracioso que le buscaba “el pelo al huevo”, para mofarse del muchacho y ridiculizar el escrito.
El Gordo le dice a sus padres que los domingos salimos a ver los escaparates.
—Claro. Como en su pueblo no hay escaparates… —más risas—.
Gordo, ¿es verdad que en tu pueblo no hay escaparates? —chifla y recochineo—.
—Ni uno —contestaba, y el alboroto estaba garantizado—.
Gordo, deberías quitar de la carta que salimos a Úbeda a ver los escaparates. Eso es de paletos. Podrías decir que salimos a pasear y bajamos por el Real hasta la plaza de Santa María —y él hacía exactamente lo que le decíamos—.
Gordo, ayer recibiste un paquete. ¿Hay chorizo?
—Sí.
—¿Y jamón?
—También.
—Anda, hombre, déjanos probarlo.
Y él compartía el paquete, soportando con paciencia nuestras insolencias, sin mandarnos a “hacer puñetas”, como hubiera sido lógico y natural.
En una ocasión, “Rafa” Navarrete ‑hoy, sus alumnos lo llamarían así‑ lo llevó a su despacho para decirle que se esforzase más. ¡Qué fácil era aconsejar! Pero, sobre todo, para recomendarle que evitara la influencia de su mejor amigo, al que habían decidido expulsar a fin de curso. Demostrando su grandeza de alma, aquel mismo día le avisó. Eso salvó al amigo, cambiando de forma trascendental la trayectoria de su vida.
Ignoro las razones que le obligaron a abandonar el colegio, pero imagino el profundo dolor que debió soportar al dejar el internado. Alguien me contó que finalizó sus estudios en Jaén y se casó. Han pasado más de cincuenta años. No le he olvidado. Ni he olvidado que en los años terribles de Villanueva, cuando nuestros estómagos se negaban a engullir aquellos desabridos alimentos, nos cambiaba el plato con disimulo y se zampaba el queso, las migas o el bacalao, de la forma más natural, para evitarnos el castigo.
En un viaje a Úbeda, nos enteramos de que aquel compañero bueno y noble nos había dejado sin avisar. Cuesta trabajo pensar que jamás volveremos a verle. Que sólo nos queda revivir su recuerdo en la memoria. Hoy, con la sabiduría de nuestros muchos años, me gustaría poderle decir: «Adiós amigo. Muchas gracias, por todo. De limitaciones, ni hablar. No todos éramos iguales, porque muy pocos estaban a tu altura. Tu nobleza y generosidad son patrimonio exclusivo de los seres superiores, como eras tú. Por eso, no te podemos olvidar. Por eso seguimos hablando de ti, después de tanto tiempo».
Barcelona, 19 de febrero de 2011.

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