Un puñado de nubes, 10

21-02-2011.
Los primeros meses, después de la muerte de su mujer, fueron dolorosos para León. No solo era por la evidente ausencia, sino por el sentimiento de pérdida que le arañaba el alma.
—Qué estúpido es creer que las pérdidas fortalecen el corazón del hombre, que lo hacen más duro; lo que verdaderamente le da fuerzas es no admitirlas —pensaba—.
Sobre todo, cuando su hija le propuso, desde el primer día,  que se fuera una temporadita a su casa, hasta que se sintiera con ánimos para entrar en la casa y enfrentarse con la realidad.
—Por lo menos esta noche, papá, por favor. ¿Cómo te vas a ir solo a la casa este primer día? —le rogó inútilmente—.

¡Qué equivocada estaba ella! Quizás por joven, tal vez por su desmedido amor hacia él, siempre tan excesiva en su trato, tan volcada. Tras la muerte de la madre, parecía que quisiera ocupar su lugar desde el primer instante. Su casa era su casa, no cabía duda. La casa de su hija no lo era.
—Estáis recién casados, hija —le argumentó con una razón de poco peso—.
Estaba de acuerdo con que su yerno lo llamara «papá», aunque desde un principio no le hiciera gracia alguna.
—Un yerno es un yerno, por muy «papá» que me llame —se reafirmaba en sus ideas—.
Y tendría que dormir en una cama de noventa o quizás en un sofá‑cama, sin poderse revolver a un lado y a otro, dentro de unas sábanas que no tendrían el mismo olor suave, antiguo y denso de las suyas. Además, él tenía sus horas para ir al baño. Se solía levantar una vez durante la noche para orinar. Y también le gustaba poner los pies enfundados en los gruesos calcetines de invierno sobre la mesita baja, frente al sofá, para leer el periódico o ver un rato la tele. Qué necesidad tenía de ver cómo el yerno lo observaba de reojo y hacía un gesto de desagrado y luego, en la cocina o en el dormitorio, le dijera a su hija:
—Oye, a ver cómo le dices a tu padre, sin que se moleste, que eso de poner los pies…
Y ella responderle:
—Ten un poco de paciencia, hombre; serán solo unos días. Está muy tocado. Si lo sabré yo, que lo conozco muy bien.
Por eso rehusó una y otra vez los ruegos de su hija:
—Mira —le dijo definitivamente—, más tarde o más temprano tendría que volver a mi casa —y le recalcó el «mi»—; así que, cuanto antes, mejor. Claro que tu madre seguirá ahí por mucho tiempo; bueno, ya me entiendes: esa presencia residual que dejan los muertos cuando se han ido definitivamente, pero que no es del todo para siempre. No sé si entiendes lo que te quiero decir.
—Pero, papá… —insistía su hija—.
—Cuanto antes mejor, y no se hable más. Y eso es esta noche mismo.
Pero, en verdad, aquella noche tuvo que tomarse un Valium 10 y una taza de doble tila. A León le costó la misma vida enfrentarse a la soledad durante aquellos primeros meses. Sobre todo, las noches. Las noches se le hacían eternas. ¿Con quién hablar, con quién discrepar, con quién compartir la ensalada de endibias y roquefort que tanto le gustaba a su mujer, o el bizcocho de limón y canela que los domingos preparaba para la merienda, si la tarde se hacía lluviosa y triste, y que ella le había enseñado a hacer?
—León, que esto es muy sencillo —lo animaba—. Verás: vamos a hacerlo los dos juntos. Tú sigue exactamente los pasos que yo te vaya indicando. Todo muy bien medido: la harina, la levadura, la ralladura de limón, las yemas de huevo, el horno… que lo tienes que tener precalentado… ¿Qué harás el día en que yo falte? Porque, conociéndote como te conozco, sé que con tu hija no te vas a ir a vivir, por mucho que ella esté loquita por ti, que eso a una madre no se le escapa. Y con tu hijo, menos aún; que a ése sí que no le vamos a ver el pelo por casa.
Toda la casa olía a ella.
Y, poco a poco, sus admiradoras aspirantes fueron desistiendo de sus intentos de conquista y se presentaban más de tarde en tarde en la oficina de la Caja. Salvo la inevitable Lourdes, la cajera; que, además, tenía el mismo turno que él para la pausa del desayuno. Así que decidió retrasar su salida y cambiar el bar de desayuno.

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