Reflexiones de atardecida

¿Fue mejor así…?
Cuatro años amordacé la lengua y el corazón. Tapiado a cal y canto mantuve mi secreto. Era tan hondo y tan personal que no quería que nadie tocase mi dolor. Ni que nadie conociera mi fin. Era mi sino, el destino que las estrellas, los hados, Dios… me marcaban. Y lo enterré en el meollo de mi propio ser… Que nadie me lo profanase ni siquiera con la mirada. Mucho menos con letanías de curanderos, novenas y conjuros.
También me cosió la boca pensar que, pudiéndolo soportar yo solo, ¿para qué repartirle a nadie preocupación y disgusto? Si nada, salvo penar y rezar, nada podían hacer por mí.

Ese desconocimiento para mí era como un broquel. Protegía mi fragilidad interior. Imperturbable seguía yo con mis paseos, mercados, tertulias y humoradas. Pero, todo, sutilmente, condicionado por mi secreto, se me iba restringiendo. El bastón que, a días, tanto me aliviara los aún kilométricos paseos, fue untoque de extrañeza.
Creo que, de no ser por la desacertada puesta en la calle de La vida en un columpio, solo y en silencio hubiera aguantado hasta el último vaivén… escribiendo cartas póstumas a mi gente… ¿Cuántos y quiénes sois mi gente…? Difundidos mi mal y mi “muerte anunciada”, con pesar y vergüenza de ser noticia, yo me hice a ello. Fue en el minuto cero. Cuando ya mis piernas no me sostenían… Ya no había tratamiento para mí. Me pareció todo tan apresurado que me senti consolado. El fin estaba cerca…
Cartas, llamadas y visitas… me dejaban hecho una breva. Pero ya la inmediatez del fin… ya no me consolaba tanto. Casi me sentía como inculpado… A poco estuve de escribir a Berzosa: “Diles en la página esa que no es culpa mía… Que esta vez mi ausencia no es por incompatibilidad con prefectos ni rectores… Que me ha caído la china encima y no hay remedio”.
Bendije la prodigalidad del corazón humano. Y en él me recosté, ‑como en praderas de hierba fresca‑, buscando el alivio que de lo alto no me llegaba…
“Señor, me dejaste solo,
solo con el mar a solas…”.
Por una y otras razones me urgía morirme. Pero qué pena me daba irme de este mundo donde hay corazones bravos… que mantienen fresca la gratitud… porque medio siglo atrás, una noche de hambre rabiosa, les cayó en la camarilla una manzana.
Airear mi mal, bueno fue. Que, aun aplastado por tormentas como chuzos de punta, ahitarme hasta las cachas con tales lealtades fue un motivo para agarrarme a la vida. Mi porción de paraíso terrenal ha sido.
28-03-05.

 

Copyright © por AA-MAGISTERIO-Safa-Úbeda Derechos Reservados.
Publicado en: 2005-06-26 (76 Lecturas).

Deja una respuesta