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Si la lectura es el alimento del espíritu, es indudable que este pasto, en lo que al niño se refiere, ha de ser progresivo. Progresivo en cuanto a la cantidad y en cuanto a la calidad. La pedagogía moderna está muy interesada respecto a esta cuestión porque ya no importa sólo que el niño aprenda a leer. En última instancia los métodos que se emplean para aprender a leer ‑sobre los que se ha hecho más pedantería de la cuenta‑ son necesarios. Lo importante viene después, cuando ya el aparato masticador de la lectura está completo en el niño; esto es, cuando ya el chiquillo puede atacar con su alfabetización concusa ‑la alfabetización es la dentición primera de la cultura‑ cualquier párrafo que se le ponga delante.
Lo importante, una vez que la ingestión de la lectura está asegurada, repetimos, es la buena digestión, la asimilación de lo leído. Y esto sí que es un problema. Porque, generalmente, después que los chiquillos han aprendido a leer perfectamente, se encuentran con que los adultos no han aprendido, aún, a escribir libros para ellos. Es grave.
Y sin embargo “libros de lectura infantil” hay muchos, a montones. Pero, ¡qué incompletos o qué malos, Señor! A unos les falta sustancia educativa; otros empalagan de trascendencia. Los hay carentes en absoluto de la vitamina de la amenidad tan necesaria cuando de instruir a los pequeñajos se trata. No faltan los encopetados y doctorales, bajo cuya dura costra léxica ‑sin articulación vital alguna‑, apenas pueden encontrar los escolares la jugosa pulpa de la idea, del concepto o de la enseñanza que pretenden inculcar. Como compensación hay otros libros, tan sencillos, tan sencillos, que rebasan todos los topes de la artificiosa ingenuidad: a fuerza de hablar ‑por ejemplo‑ del perrito, del pajarito, del gatito y de todos los animales terminados en “ito”, terminan por aburrir a los niños que no son tan tontos ni tan cursis como algunos pedagogos creen.
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Podría creerse que sólo hay que ofrecer a los chiquillos lecturas hervidas, esto es, esterilizadas; lecturas desproveídas totalmente de vocablos cultos o de pensamientos difíciles o de ideas superiores. Y, en absoluto, no es así. Alguien hizo la observación de que si la leche esterilizada carece de gérmenes patógenos, se empobrece, asimismo, de principios alimenticios. Si pretendemos que el libro escolar no tenga ni una palabra rara, que obligue al muchacho a indagar su significación, ni un concepto elevado ‑elevado y un poco complicado‑ que induzca al niño a pensar, ni una idea nueva capaz de apartarlo de la rutina, no habremos cultivado su alma, no la habremos roturado y, en consecuencia, nos será difícil sembrar en ella. No, no; la transparencia no es la esterilización. Es algo menos y es algo más: es la sencillez.
El ideal del libro infantil es como el ideal del agua. Cuidado, sin embargo. El agua ideal no es el agua común sino la que arrastra en suspensión ‑imperceptiblemente‑ ricas materias salinas, sódicas, potásicas, cálcicas, magnésicas o ferruginosas. Igual al libro infantil: el mejor no es el más elemental, sino el que mayor capacidad presente para la solubilidad de las sales ‑algunas veces tan enérgicas‑ de la Cultura. El mejor no es el más inocuo, sino el más cuidadosamente preparado.
(Diario JAÉN. 12 de diciembre de 1956).
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Publicado en: 2005-11-16 (32 Lecturas).