Era el mes de diciembre de 1960, se acercaba la Navidad y don Sebastián López nos daba a los alumnos de la Tercera una de aquellas charlas de moralidad y buenas costumbres que tan frecuentes eran y que debían formar parte del programa pedagógico.
Entre los temas tratados figuraba la felicitación de Navidad –los jesuitas, que dedicaban su vida a nuestra formación, se quedarían solos en estas fechas, mientras que los demás disfrutaríamos de nuestras familias y amigos. Por ello sería un buen detalle que, al menos, escribiéramos una felicitación al director–.
Pasó el tiempo y una tarde del segundo trimestre el padre Sánchez, sin previo aviso, irrumpió en el estudio con una lista de nombres. Uno a uno fue llamando a quince o veinte alumnos entre los cuales me encontraba yo. Y sin señalar motivo alguno ordenó que le acompañáramos. (La verdad es que aquellos nombramientos no provocaban otra cosa que recelo).
Escaleras abajo abandonamos el pabellón de magisterio siguiendo al prefecto, que nos condujo al despacho del rector. Allí, al fondo, estaba el padre Bermudo.
–¿Dios mío, qué falta habremos cometido para que tenga que intervenir el rector? –pensaba yo, con una mezcla de miedo y de incertidumbre–.
El padre Bermudo se levantó de su sillón con aquel aire aristocrático que tenían todos sus gestos y, cogiendo una enorme caja de bombones, nos los fue ofreciendo al tiempo que nos daba las gracias por haberle felicitado en Navidad.
Yo no he olvidado aquella anécdota, y desde entonces sé que quien felicita a sus amigos por Navidad recibe, cuando niño bombones, y cuando mayor abrazos. Y es que de los buenos sentimientos que se comunican, como de una semilla que se siembra, siempre se cosecha un montón.
Que la idea del Amor, que por el solsticio de invierno llega todos los años, os impregne y se refleje.
15-12-03.
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