Los garbanzos, los ángeles y el imperio

A mi amigo Diego Rodríguez, pregonero de ilusiones y encantador de niños, con el que compartí infinitos cocidos de ensueños en mi adolescencia.

Jaime de Armiñán escribía hace algún tiempo un acertado ensayo sobre la moda. En el artículo nos contaba cómo la mujer de hoy, en su afán por distinguirse, es capaz de usar zapatos de coja o chaquetas encogidas. Pero sobre lo que principalmente reflexionaba Armiñán era sobre los ángeles, concluyendo que estaban pasados de moda.

En la Edad Media española los ángeles acompañaban casi siempre a nuestros reyes, sobre todo cuando ganaban batallas. A partir del Renacimiento se dedicaron más que a otra cosa a tallar imágenes y, disfrazados de vagabundos, transformaban una gran viga de madera en la excelente escultura de un Cristo. Ya en nuestro siglo, Alberti los descubrió un buen día, y nos compuso encantadores versos en los Ángeles albañiles, el Ángel de los números, los Ángeles de la prisa… Y más tarde, el pintor Gregorio Prieto –el del retrato genial de Lorca– nos contaba que una vez se quedó sin fe y, angustiado ante un futuro vacío de creencia, no encontró mejor solución que hacerse de cuantas imágenes de arcángeles podía.

Y si los ángeles, tan etéreos, están o pasan de moda con frecuencia, cómo no va a ocurrir con otros elementos de nuestra cultura.

Los garbanzos empezaron a estar de moda en España desde que Asdrúbal, en el siglo III a. de C., comenzó la construcción de Cartago Nova. Más tarde, y según la tradición, la madre de la Virgen, Santa Ana, inventó el cocido judío (Adafina), receta que Santiago, San Eufrasio o algún otro de los siete varones apostólicos debieron traer a España. Lo cierto es que aquella comida prendió rápidamente en el gusto de los españoles.

Pero lo que terminó por convencer a nuestros antepasados de las excelencias del garbanzo fue un descubrimiento médico del cual tuvieron noticia en el siglo X. Andaba Abderraman III en dicha época obsesionado con fundar en Córdoba la que sería la primera escuela de medicina del mundo, y necesitaba para ella un libro que se consideraba fundamental (De Materia médica) escrito por el griego Dioscorides. En un intercambio de embajadas con Bizancio, el califa consigue por fin tan magnífico tratado, y cuando el monje Nicolás lo traduce al árabe descubren, con sorpresa, que el garbanzo no sólo era un lujo para conservar la salud, sino que incluso exaltaba la potencia viril –¡La de cocidos que debieron comer nuestros tatarabuelos árabes desde que conocieron el descubrimiento!–.

A partir del califato esta legumbre fue algo más que un alimento o una medicina. Abú Zacaría Ihaia, “El Sevillano”, escribe en el siglo XII un magnífico tratado de agricultura. El extenso capítulo dedicado al garbanzo es exponente del conocimiento agronómico y bromatológico que los españoles ya tenían de esta legumbre, de la cual, como paradigma de alimento se dice:

“[…] Tienen la virtud de que comidos calientes o fríos alegran al que los comiere, divierten el ánimo, hacen olvidar los cuidados, fortalecen el corazón, y apartan los pensamientos sombríos […]”

Desde entonces, los garbanzos constituyeron, más que un alimento, un tótem, un símbolo representativo de la cultura española. En forma de cocido (olla, puchero, potaje…) se han comido diariamente en todas las casas de España, ricas o pobres, hasta los años cincuenta, y de ello encontramos referencias, además de en la gastronomía, en la literatura, la historia, la moral, el pensamiento popular…

El profesor Jáuregui, al hablar de la cultura, afirma que ésta es un conjunto de símbolos creados por una determinada población, de tal forma que ellos, a su vez, reflejan el alma de la tribu que los posee. El garbanzo ha sido un símbolo tan valorado en nuestra cultura que Teresa de Ávila, probablemente el referente más elevado de lo que debe ser el espíritu español, al intentar ejemplarizar sobre la inmediatez del Altísimo, decía que a Dios también se le encuentra entre “los pucheros”.

Azorín, con aquella capacidad que tenía de penetrar las cosas y contárnoslas, hace en “La Visión de España” una magistral descripción del rito que comporta la preparación y disfrute de un cocido. Este plato, compuesto de tres vuelcos (la sopa, los garbanzos con verduras y la carne con embutidos) propende al rito, a compartirlo con otras personas; es un menú “largo”, que se presta a la conversación; el disfrute de los numerosos manjares que armónicamente lo componen exaltan la sensualidad; los aromas y sabores contenidos en las grasas e impregnados en la fécula invitan a pausados tragos de buen vino; la plenitud gástrica que el cocido produce, aunque se coma poco, propicia la siesta…. –La tradición española de atribuir este invento a Santa Ana debe ser muy cierta, porque sólo un santo, y principal, puede ser el autor de tanto disfrute para el cuerpo y el espíritu–.

Pero la cultura, y los símbolos que la integran, no es estática. Los símbolos, como escribía Armiñán respecto a los Ángeles, pasan de moda y, por la misma razón, otros objetos, aún los más absurdos, repetidos rutinariamente, adquieren la categoría de nuevo símbolo para la población que los acepta.

Los símbolos, como exponentes de una cultura, están o pasan de moda, pero sería una  frivolidad antropocéntrica pensar que son los objetos los que periódicamente se acercan o se separan de nosotros. Los símbolos los creamos o los destruimos según evoluciona nuestra alma, y si ya casi nadie entra en un restaurante distinguido y pide un cocido de garbanzos es, probablemente, porque este plato ya no es un símbolo para el alma de la tribu española.

Probablemente sea un atrevimiento valorar las excelencias espirituales de nuestra tribu, con respecto a las del imperio (EE.UU.), por sus símbolos gastronómicos; pero de lo que no cabe la menor duda es de que el alma de un pueblo, que tiene entre los símbolos de su cultura los garbanzos y el vino tinto, es diferente de aquel otro para el cual el símbolo está constituido por hamburguesas y Coca-Cola. ¿Habremos empezado los españoles a cambiar nuestra alma por la del imperio?

27-05-04.

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