“Los pinares de la sierra”, 162

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- El plan de acción.

Desde que Gálvez empezó a presionarlo, a Paco le bastaba un pequeño ruido para estar en vela horas y horas: se despertaba con frecuencia durante la noche, fumaba un cigarrillo tras otro sin levantarse de la cama y ya no conseguía dormirse de nuevo. El jueves se levantó temprano, casi al amanecer. Solo faltaban setenta y dos horas para que se cumpliera el plazo concedido. En ciertos momentos, pensaba que todo saldría bien y se sentía seguro y orgulloso por la confianza que le mostraban sus comerciales, a los que movía como piezas de ajedrez. Creían en él y soñaban con las suculentas rentas del botín. Por eso no les podía fallar. Debía infundirles seguridad, aclarar sus dudas y transmitirles valor y presencia de ánimo.

Mientras se afeitaba, empezó a repasar el programa del día y sintió un sudor frío al pensar lo que podía ocurrir si alguna cosa no resultaba tal y como había planeado. Se fijó en unos pelitos que tenía en la comisura de los labios, en el lado derecho de la cara, y volvió a pasarse la maquinilla; luego se lavó con agua fría para mantener la piel tersa y sin arrugas, se aplicó una generosa ración de masaje y se quedó un buen rato mirándose al espejo para intentar superar sus miedos y acumular seguridad, como un general la noche anterior a la batalla.

No recordaba dónde había leído que cuando un líder está en serios apuros no se resigna a su suerte, sino que lucha y se rebela. Y cuando por fin alcanza la victoria, la comparte con los más humildes de su ejército, porque solo un líder atesora el altruismo y la nobleza reservados a los elegidos. Decía Roderas que el miedo es la peor de las pasiones, y que las cosas salen mucho mejor cuando actuamos con fe y con ilusión. Cogió un papel de la mesita de noche y, antes de salir para la oficina, tomó unas notas de forma desordenada para motivar a los vendedores en el ensayo general.

Una vez en el despacho, lo primero que hizo fue telefonear a Martina Méler. Aquella semana se había triplicado el número de invitaciones, y era de esperar que aumentara el número de familias. Por lo tanto, no estaría de más que se viera con ella para reservar los autocares, calcular el número de plazas para el restaurante y prever los vendedores necesarios para atender a las visitas. Después llamó a Tony, el encargado de Los Intocables, y le pidió que acondicionara el sotanillo para el ensayo general del día siguiente.

El sotanillo era una especie de cuarto trastero, en donde se guardaban los cacharros de la limpieza, una cafetera averiada, mesas, sillas, bolsas de patatas, almendras y cacahuetes, latas de conserva, bacalao, ristras de chorizos, y las cajas de vino y de cerveza que a fin de mes retiraba el camión para reponer las existencias. En aquel cuchitril había una mesa grande en buen uso, aunque sucia y llena de polvo. Era redonda y baja, con las patas torneadas a juego con unas butaquitas de color granate, tapizadas en skay.

Aquel desván era como una sala de oficiales en la que nunca entraban los vendedores nuevos. Paco y su camarilla se reunían allí para jugar al póker, cuando no querían que nadie les molestara. A cambio de una propina generosa, Tony adecentaba el local, barría, limpiaba el polvo de los muebles, y se cuidaba de que no les faltara el whisky y una cubitera con hielo para la partida. En ocasiones, cerraba el establecimiento antes de hora, y se sentaba a jugar con ellos hasta el amanecer.

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