Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- El principio de Ackerman.
De camino a la discoteca iba pensando que aquella noche Barcelona presentaba un aspecto deslumbrante; parecía que nadie tenía problemas y los transeúntes mantenían ese aire, alegre y despreocupado, que tienen las personas que no le temen al futuro, porque confían en que el día de mañana no les faltará nada. Un numeroso grupo de jóvenes, risueño y divertido, se arremolinaba ante el rótulo luminoso de Bikini. Los chicos con sus pantalones vaqueros acampanados, y las muchachas ―las más guapas y llamativas de la ciudad― con sus generosos escotes, sus breves minifaldas y sus zapatos de tacón. Solo algún que otro fantasmilla descamisado, con pinta de hippy, se metía entre las chicas procurando enrollarse con ellas, hasta que uno de los gorilas, que custodiaban la entrada, cogía por un brazo al ligón y le ordenaba que se alejara de la puerta al instante. Entonces podía ocurrir una de estas dos cosas: o el moscardón desistía de su propósito, y se iba refunfuñando y profiriendo amenazas o, allí mismo, los matones le daban una tunda hasta que entraba en razón.
Fandiño sintió que el corazón se le disparaba cuando escuchó, desde la puerta, los ritmos de moda procedentes del interior de la sala. Saludó a los porteros, le entregó un recordatorio a cada uno y cruzó la pista hasta el despacho del señor Gálvez. Dio unos tímidos golpecitos en la puerta y pidió permiso para entrar. El recinto estaba casi a oscuras y, a la luz del flexo que había en una de las esquinas de la mesa, Gálvez miraba unas revistas.
―Señor Gálvez, ¿se puede?
―Adelante, adelante ―respondió, levantándose del sillón para ir al encuentro de su empleado—.
Con la cabeza baja y el gesto fúnebre, Fandiño le ofreció uno de los recordatorios, que Gálvez se guardó en el bolsillo, sin leerlo. Luego se volvió hacia el gallego y le dijo, aparentemente, muy apesadumbrado.
―Fandiño, te acompaño en el sentimiento.
Encogido, con expresión austera y aspecto resignado, estuvo muy cerca de echarse a llorar, aunque más por el miedo que le infundía su jefe que por otra cosa. Se sentaron en el deteriorado sofá que había en el rincón del despacho, encendieron un cigarrillo, Gálvez le ofreció una copa y no tardó en salir a colación el asunto de las parcelas. En ese momento, Roque, digno y apesadumbrado como el hijo pródigo del Evangelio, comenzó a recitar un capítulo de disculpas.
―Señor Gálvez, supongo que a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que me equivoqué con usted, pero le juro que fue sin mala fe. Los dos fuimos víctimas de un engaño; tengo muy claro que la culpa fue mía por confiar en la rectitud de mi empresa, y soy yo quien tiene la obligación de repararlo.
―Fandiño, no sigas. Sé que eres una buena persona, y quiero que seas mi hombre de confianza para que me ayudes a recuperar el dinero. Me importa una leche lo que hagas y cómo lo hagas. Tengo a Portela cogido por los cojones y me da en la nariz que algo prepara. Joder, cómo me gusta ese muchacho, tiene auténtica clase. ¿Verdad? Ayúdale en lo que te pida, y quédate tranquilo, que si os hiciera falta me tenéis a mí. Tengo buenas amistades y me ocuparé de que nadie os moleste a ninguno de los dos. Y una vez recuperado el dinero, todos amigos y a vivir felices. Pero tú empezaste la operación y la debes terminar. Me encanta eso que has dicho de que tienes la obligación de repararlo. De verdad, me ha gustado mucho. Siempre me ha caído bien la gente responsable.