Por Mariano Valcárcel González.
Cuando exploro textos de estas escrituras, tan variados tanto en temática como en su propia redacción y génesis, cada vez me sorprenden más las interpretaciones que de ellos se hacen (en especial de ciertos episodios) y los malabarismos conceptuales que se realizan para poder adecuar lo literal a un mensaje que se adapte a las concepciones religiosas que se pretenden implantar. A veces hasta lo más inverosímil y absurdo.
Me detengo en un personaje crucial para la trabazón del relato bíblico (y en especial para tratar de entender cómo surgió el pueblo israelita), que fue Jacob.
Pero lo que me llama más la atención de este personaje es el cómo llegó a ser lo que fue.
Podemos afirmar que todo empezó con una maniobra ventajista y se culminó con un engaño manifiesto. O sea, ejerciendo tácticas ni éticas ni honestas. Así que se debiera entender por toda la historia que se desarrolla que eso de “el fin justifica los medios” no fue ni por asomos un invento del signore Maquiavelo.
Resulta que Isaac, que había escapado del sacrificio ritual que su padre, Abraham, amagó con ejecutar en su persona (y admitiré que acá el Patriarca se adelantó a su tiempo en esto de eliminar los sacrificios humanos, y menos de los primogénitos) estaba casado con Rebeca y tardaba el matrimonio en tener descendencia directa y legal, que por lo demás la poligamia era cosa común y tener hijos con las esclavas también. Bueno; Rebeca, en una inseminación artificial, engendró a gemelos. Se admiraba la mujer de las bullas que le metían los dos fetos, parece ser en broncas intrauterinas ya, y ante su asombro ya se le advirtió por transmisión divina (como en tantos episodios de aquellos tiempos en los que Dios se andaba por la tierra como perico por su casa) que de aquellas dos criaturas el menor tendría preeminencia sobre el mayor. Esto contradecía todo el sistema de jerarquía y herencias, el orden social de derecho común. Si se lo dijo a Isaac, este lo dio por inaudito; pero ella lo guardó en su mente.
Salieron los niños, dos varones, y al primero (que se le dijo Esaú) le sucedió el segundo, que se agarraba al pie del otro y por ello se le llamó Jacob. Téngase en cuenta que ser el primogénito, como se ha dicho, entrañaba el privilegio de ser el sucesor del cabeza de familia (o sea el jeque de todo el clan) y heredar el doble de lo que se reservara a los siguientes. Lo de siempre, que el segundón quedaba para asuntos subalternos o se debía largar a buscarse la vida. Fuerte y vital, Esaú agradaba al viejo porque le regalaba el paladar con la caza que con asiduidad le traía; montaraz que era y poco dado a finezas. Por contra, Jacob era tranquilo y poco dado a ejercicios, más a la falda de su madre, un cocinica que diríamos ahora. Hasta en el físico se notaba la diferencia, siendo aquel velludo y este lampiño.
Rebeca deseaba revertir la situación del orden sucesorio y Jacob también. Así que un día el muy oportunista se puso a comer (o hacer como que comía) a la hora de llegar el cazador, que vendría voraz, además de cansado. Llegó a la tienda Esaú tras el olor del guiso del hermano, que se dice eran lentejas, y le pidió cuchara y rancho. La ocasión la pintan calva, se pensó el cocinero, y le propuso el timo del tocomocho; total, que te jalas mis lentejas si me juras por Yaveh que renuncias a la primogenitura en mi favor y a todo lo que ello conlleva.
Este no fue un acto jurídico documentado, claro está; pero Jacob se dio por entendido de que el juramento ya tenía efecto de derecho. A Esaú le resbalaba tanta legislación y sus intríngulis; lo primero era lo primero. Por cierto, se cuenta que Esaú adquirió ese nombre tras comerse el guiso rojizo de lentejas; por eso significa “el Rojo” (aunque me da que ese era el color de su pelo ya de nacimiento). Rebeca irradiaba alegría e Isaac no se daba por enterado.
En su fuero interno se dice que Dios tuvo poco aprecio por quien de esa forma despreciaba la dignidad y la obligación que tenía por nacimiento y decidió bendecir al timador, cosa poco edificante por su parte.
El momento culmen de la acción anterior, sus efectos y confirmación, vinieron años más tarde.
Ya bastante deteriorado el patriarca y sintiendo que debía confirmar y asegurar el orden sucesorio, comunicó a su esposa que quería bendecir solemnemente al primogénito. Ella, viendo llegado el momento oportuno, preparó el terreno acorde a sus fines. Sin decirle nada a Esaú de las intenciones de su padre, lo dejó marchar como de costumbre a sus cacerías (que también como de costumbre le llevaría alguna pieza para que se la preparasen al padre) y dio estas instrucciones a su hijo querido: coge dos cabritos y los guisas como gustan a tu padre y se los llevas y le pides su bendición; para que crea que eres tu hermano, hazte unos manguitos de la misma piel de los animales y te los colocas en brazos y cuello. Debió parecerle al joven que sería fácil de engañar el padre, que no estaba ya muy acá, y que una bendición con la solemnidad adecuada era una bendición y poca marcha atrás tendría.
Habría que ver a Jacob poniendo voz de barítono para engañar al viejo, que por la vista y el tacto ya era engañado, y rezando que no se diese cuenta, como así fue y se produjo la trola con todo lo demás. Llegado el cazador se llevó el gran chasco al decirle su padre que ya lo había bendecido. Clamó al cielo y no lo oyó, que se hizo Isaac el sueco (si eso hubiese podido ser en aquellos milenios) y dio por bueno lo malo. Creo que Jacob, ante la previsible ira de su hermano, ya había puesto tierra de por medio, asesorado por la madre, que lo mandó hacia la tierra donde vivía su tío Labán, otro jefe de tribu.
Y, como salió por piernas, no llevaba nada con lo que agasajar a su anfitrión y posteriormente suegro, justificándose en que el hijo de su hermano lo persiguió, pero se contentó con dejarlo en pelotas (pero esta ya es otra historia). ¡Ah, por cierto! A Esaú se le prometió ser cabeza de un gran pueblo, los edomitas, y por tanto árabes, pero sometido al de su hermano, Israel; de esos barros bíblicos estos lodos.