Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- Paco, jefe de ventas.
El día que regresó a la oficina, nos reunieron a los vendedores en el despacho de dirección, para comunicarnos el estado de salud del señor Bueno y elegir a la persona que, a partir de entonces, ocuparía su cargo. Cómo había cambiado. Estaba muy pálido, tenía la boca torcida y caminaba apoyándose en un bastón, mirando a su alrededor con una sonrisa, cándida e infantil, y hablando con dificultad. Nos observaba con la mirada fija y cara de pena. De cuando en cuando, una gruesa lágrima brotaba de las comisuras de sus ojos y se precipitaba por sus mejillas.
De acuerdo con el programa trazado por la empresa, había que elegir a un nuevo Jefe de Ventas y habían decidido consultar al señor Bueno, más que nada por quedar bien con él, pensando que agradecería el detalle y declinaría la decisión. No fue así. Por un momento se rehízo, recobró su buen juicio de siempre y habló con gran seguridad para hacer una encendida defensa de Paco Portela.
―Reúne todas las cualidades para desempeñar el cargo: es joven, optimista, apasionado, y siente, en el alma, la pasión por vender. Lleva a mi lado el tiempo suficiente, conoce los secretos de la profesión y, si recibe el apoyo necesario, no me cabe duda de que será un excelente jefe de ventas.
El discurso causó cierta confusión en los presentes, que si bien, al principio, no acertaban a reaccionar, después aplaudieron divertidos. Hubo risas y miradas llenas de intención. Más de uno pensaba que un personaje, tan pintoresco como Paco, se dejaría manipular y acabaría haciendo lo que le dijeran. Pero se equivocaban; había esperado con paciencia su oportunidad y, ahora que la fortuna llamaba a su puerta, no estaba dispuesto a permitir que nadie se la arrebatase. Quería conquistar su libertad a base de dinero, y en EDÉN PARK el dinero corría a raudales. A pesar de la subida de precios, las ventas se multiplicaron en los últimos meses, y se decía que la campaña para la construcción de chalés no tardaría en comenzar.
En primavera, la urbanización había experimentado un cambio notable: de los dos mil chalés que prometió el señor Triquell, en el reparto de premios al que asistí, solo se había empezado a construir una vivienda de planta baja a la entrada de la urbanización, y por cuenta de la empresa. No había noticias del lujoso restaurante para quinientos comensales, ni del extraordinario campo de golf que estaba diseñando Severiano Ballesteros. Únicamente se habían asfaltado unos cientos de metros a la entrada, se colocaron los bordillos y estaban a punto de finalizar las obras de la zona deportiva. Daba la impresión de que, en verano, podría utilizarse la piscina y que, a falta de la red, las dos pistas de tenis estaban listas para ser utilizadas.
El resto era muy distinto. Aquel ambicioso proyecto, del que nos hablaron con tanto entusiasmo, estaba en manos de personas sencillas que aprovechaban las delicias de la primavera para alejarse de la ciudad, disfrutar de la sencilla vida en el campo y reencontrarse con sus raíces. La finca se había convertido en un tumultuoso y anacrónico puñado de huertecillos y barracas levantadas con adobes y cascotes, cubiertas con tablas y restos de uralita, sujetos por alambres y parecidos elementos de construcción. La realidad se había impuesto a la fantasía y, en donde debían florecer lujosos chalés, había surgido un buen número de chabolas habitadas por gente bullanguera, con sus jaulas de pajarillos en la puerta, pucheros y latas de conserva convertidos en floreros, y estacas con cuerdas para tender al sol la ropa de trabajo.
La familia se quedaba a dormir en aquellas chabolas, sobre una manta o un jergón, para evitar que algún vecino pudiera aligerarles las lechugas y los tomates que con tanto mimo cultivaban y que ya empezaban a colorear. Se levantaban temprano y, a eso de las siete de la mañana, encendían fuego, colocaban la sartén sobre unas piedras y, hasta los últimos rincones de la finca, llegaba el delicioso olor a torreznos y a huevos fritos con pimientos. En una palabra: la lujosa y preciada urbanización, que prometíamos a los visitantes, era en la realidad un conjunto de chabolas y huertos sembrados de tomates, judías, patatas y calabacines, con su perrito guardián ante la puerta y media docena de gallinas picoteando por la parcela. En consecuencia y a la vista de los acontecimientos, hubo que desviar la ruta de los autocares para evitar que los viajeros contemplaran el lamentable espectáculo de los parcelistas, saludando al paso de la caravana con el pañuelo anudado en la cabeza, el pantalón por encima de la rodilla y el azadón en la mano, mientras trataban de calmar a los perros, que ladraban asustados cada vez que pasaba un autocar.
Desde que el señor Bueno sufrió el derrame, Paco ―recién nombrado jefe de ventas― era el encargado de hacer el sorteo. Escamotear la papeleta, en presencia de todos, no le suponía ningún problema; era bastante hábil con las manos y tenía gracia de sobra para distraer e los presentes, y que los ganadores fueran siempre los previstos; lo único que le preocupaba era el grupo de parcelistas, sucios y descamisados, que al final de la mañana dejaban las herramientas en la barraca y se acercaban a saludar a los vendedores, mezclados con los clientes potenciales, alrededor de la mesa en donde se colocaba el televisor, a la espera de conocer el nombre de los afortunados, para animarlos, con la mejor intención, a que compraran una parcela y formaran parte de aquella extravagante comunidad.